Los peores viajes suelen ser los de trabajo. Nunca los eliges, siempre vas forzado, limitado de gastos y lo peor es que nunca disfrutas el destino aunque vayas a un paraíso, para ti seguro va a ser un malviaje de gente indeseable y horarios extremos. Cuando me han enviado a Cancún o a Cozumel, lo más cerca que estuve del mar fue un vuelve a la vida o una campechana y unas cervezas apresuradas. Pero el peor de esos viajes playeros fue uno en el que me mandaron a Mazatlán, tuve que ir en condiciones deplorables con una misión como la del Capitán Willard en Apocalipsis Now: presentar y vender una campaña nacional para impulsar el consumo de camarón mexicano.
Tenía una semana de trabajar para una agencia de las que hacen campañas 360º —medios tradicionales, activaciones y digital— y aquella presentación era mi prueba de fuego, la que definiría mi posición de golden boy. La campaña no la había trabajado yo, cuando entré ya estaba casi lista y sólo me tocó el desvelón final. Es una tradición afinar la presentación a las cinco de la mañana previo a salir corriendo con el cliente. En esa ocasión el cliente era el Consejo Nacional del Camarón Mexicano de Altamar y yo tenía que abordar un vuelo con el ejecutivo de la cuenta a Mazatlán, donde se encontraba la sede de Conapesca. Todo fue mal desde el principio, iba doblemente dopado, con una gripa de caso clínico y una extracción de muela que me palpitaba en la mitad de la cara, me sentía más deforme que El Hombre Elefante. Pero como diría Travis en Taxi Driver: “Chamba es chamba, anytime, anywhere”. Pues ahí te voy, con los malestares de volar enfermo y chimuelo a un destino que nos recibió con mal tiempo. Desde que aterrizamos no paró de llover durante los dos días que estuvimos ahí.
Sólo nos dio tiempo de aventar las maletas en el cuarto del hotel y partir a la sede del Consejo, donde ya nos esperaba un público selecto de unos veinte funcionarios y personal de otras agencias que iban, como gladiadores, a darse de putazos creativos ante el César. Era un salón con mesas largas y pantalla grande. Cuando nos tocó turno, Toño —el ejecutivo de cuenta— y yo nos acomodamos en la mesa al frente. Pero al sacar la computadora de mi mochila, como por arte de magia, también salieron unos calzones sucios olvidados en el fondo de la back-pack. Me sentí como un magazo que saca de la chistera una paloma o unos pañuelos de colores, pero en lugar de eso salieron unos calzones palomeados. Sin duda eran míos, pero no lograba recordar cómo fueron a dar ahí o quién me los había sembrado. Por supuesto, en el acto estallaron las carcajadas de todos.
Ha sido la presentación más difícil de mi vida, porque mientras exponía la campaña tratando de que la atención del respetable no se desviara, la mitad de mi cabeza seguía buscando una explicación coherente a la presencia de los Rinbros con elástico guango. Seguramente los había olvidado en algún otro viaje de trabajo, pero mi preo-cupación era vender la campaña. Por lo menos ya los había hecho reír, lo cual juega a tu favor en situaciones como esa, la cosa es que no pararon y durante el resto del viaje fui el blanco de las burlas y las risas de todos. Sí, de todos, porque muchos de los que asistieron se hospedaban en el mismo hotel que yo.
Al terminar la presentación nos aplaudieron, nunca supimos si por la calidad de la propuesta o por los pinches calzones. Al salir de las oficinas de la Conapesca el clima había empeorado, entonces nos regresamos al hotel que estaba a la orilla del mar, pero sólo podíamos estar en la cafetería o en el cuarto porque la lluvia arreciaba y amenazaba con tormenta tropical y vientos huracanados. La comida era horrible, nos quedamos con las ganas de un aguachile. Y encima nos dieron la indicación de no abandonar el hotel, ni de broma podíamos salir a la playa ni a la alberca, teníamos que permanecer en la cafetería o recluirnos en los cuartos. Estuvimos sentados en la cafetería, todos los clientes del hotel bebiendo menos yo que sólo podía tomar mis medicamentos, aparte de la gripa y el dolor de muela tenía que soplarme los chistes y las risas de los demás. Pero lo mejor estaba por venir.
Al anochecer la tormenta se puso ruda, las olas empezaron a inundar la alberca y las terrazas del hotel. Le dije a Toño que me iba al cuarto porque me sentía mal y él se quedó bebiendo con los demás, a ver qué nuevo negocio lograba sacar. No había señal de televisión, así que nomás me dopé y me acosté a esperar que me noquearan las medicinas y el sueño. Tenía temperatura, la nariz congestionada y la muela me seguía pateando el cachete. No supe a qué hora llegó Toño, pero desperté después de la medianoche, cuando los empleados del hotel casi nos tiran la puerta a patadas. El hotel se estaba inundando y teníamos que desalojar.
Toño estaba muy pedo, se había quedado vestido encima de la cama, pero no reaccionaba. Lo sacudí varias veces llamándolo por su nombre, diciéndole que teníamos que salir de ahí, pero él balbuceaba. Un empleado del hotel me ayudó a levantarlo, cargué con sus cosas, con las mías y bajamos a la recepción que ya parecía parque acuático. Nos esperaba un grupo de soldados con balsas inflables para llevarnos a un punto donde habían logrado estacionar unas camionetas. Aquí es donde empecé a sentirme como el Capitán Willard, ¡El horror! ¡El horror!, antes de darle cran al Coronel Kurtz con mi mochila en la cabeza para que no se mojara la computadora. Nos transportaron a través de la tormenta hasta un galerón cercano al aeropuerto. Claro, el aeropuerto estaba cerrado, nosotros empapados y ni cuenta nos dimos cuando amaneció por lo nublado. Miraba el desastre muerto de gripa, todo aquello por una campaña que nos daría de comer un año. Valía la pena, sin duda.
Cuando logramos regresar, tardé tres días en reponerme y llegar a la agencia. Por supuesto, todos sabían la historia de los calzones porque Toño se encargó de difundirla. Además de las risas, también me recibieron con un paquete de Rinbros y una felicitación porque ganamos el concurso. Misión cumplida, golden boy.


