COMISIÓN DE SOMBRAS

Sobre las necesidades del alma

Aldous Huxley se interesó por el misticismo y la exploración  de la conciencia │ Simone Weil luchó contra 
las desigualdades y los gobiernos totalitarios.
Aldous Huxley se interesó por el misticismo y la exploración de la conciencia │ Simone Weil luchó contra las desigualdades y los gobiernos totalitarios. Foto: Fuente >Especial

Sin ambages, incluso con dureza, el poeta inglés, W. H. Auden asegura:

Para bien o para mal, el artista, el creador, es menos importante para la humanidad que el apóstol, aquél que tiene un mensaje que darnos. Sin religión, sin filosofía, sin un código de conducta o como queramos llamarle, la vida humana es imposible. Por el contrario, por mucho que las artes nos importen, es posible imaginar nuestra vida sin ellas.

Un orden, un sentido, ofrecen el estabilizador del ánimo para afrontar la barbarie cotidiana donde se entrevén la irracionalidad y la violencia cósmica. En plena Segunda Guerra Mundial, la filósofa Simone Weil esbozó una serie de exigencias para “echar raíces” sin las cuales ni los individuos ni las comunidades pueden sobrevivir civilizadamente.

Echar raíces. Preludio a una declaración de los deberes hacia el ser, empieza apostando fuerte: “Un ser humano, por sí mismo, sólo tiene deberes, entre los que se encuentran ciertos deberes para consigo mismo”. Son las obligaciones las únicas “que vinculan a los seres humanos”. Estas obligaciones no pueden ser eludidas y se encuentran activas para todas las personas bajo cualquier circunstancia; “son eternas”.

La primera y más importante es el respeto a las “necesidades terrenales del hombre”. Weil nos dice que los egipcios creían que ningún alma puede justificarse “después de la muerte si no puede decir: No dejé que nadie pasara hambre.” Y a partir de ahí señala que las necesidades son “fáciles de enumerar. Incluyen la protección contra la violencia, la vivienda, la vestimenta, el calor, la higiene y los cuidados en caso de enfermedad”.

Sin embargo, estas exigencias, a pesar de su evidencia, no pueden ser satisfechas en su complejidad sin la existencia de una comunidad, porque es “el único órgano de conservación de los tesoros espirituales acumulados por los muertos, el único órgano de transmisión a través del cual los muertos pueden hablar con los vivos”. Tesoros espirituales que suman aquello que se reconoce como cultura en su expresión más amplia.

SI LAS NECESIDADES TERRENALES son fáciles de enumerar —alimento, vivienda, seguridad—, las necesidades del alma son más arduas de definir —incluso para Simone Weil—, y por ello, sólo se atreve, dice con modestia, a ofrecer algunas “indicaciones”. Exige para salud del alma: el orden, la obediencia, la responsabilidad, la igualdad, la jerarquía (Platón sonríe), el honor, el castigo (Foucault desespera), la libertad de opinión, la seguridad, el riesgo, la propiedad privada, la colectiva y la verdad; en suma, echar raíces. “Indicaciones”, que, a su modo, se miden con las Leyes o La República de Platón, a quien, imagino, Weil tenía como guía y horizonte.

No me atrevo siquiera a intentar un resumen, baste decir que lo mismo Camus que T.S. Eliot, desde las antípodas de las convicciones religiosas y políticas, saludaron su texto con entusiasmo y lo atesoraron como una de sus lecturas recurrentes. Sin embargo, con todo y su audacia y su exigencia ética, estas necesidades sólo sacian al hombre en sociedad, son un intercambio entre el individuo y la comunidad, tema acucioso para un mundo que estaba en plena una guerra. Pero ¿qué ocurre cuando el individuo se encuentra aislado, ya sea por voluntad propia o debido a un estado, como la enfermedad, que le impida el intercambio social? Exigirle orden, obediencia o castigo, parece abusivo. ¿Cuáles son, entonces, las necesidades del alma para el desarraigado o el abandonado, para el individuo sin asideros que se halla de buenas a primeras frente a su destino final?

Del mismo modo en que Simone Weil reconocía cierto orden ineludible, que nos compele, aun en los momentos más arriesgados o indolentes, a actuar conforme al bien, Aldous Huxley encontró un sistema de pensamiento “cosmológico, ético y psicológico”, presente en todas las culturas y épocas —es decir, también eterno—, que distingue un elemento divino que participa en todo lo que nos rodea y cuya divinidad nos incluye. Somos, a un tiempo, espectadores y partícipes de lo divino. Y entonces, por fin, no dependemos de un sistema estrictamente social (con sus órdenes y jerarquías) para experimentar la satisfacción del alma.

A esta intuición, Huxley la llamó Filosofía Perenne:

La frase fue acuñada por Leibniz, pero la metafísica que reconoce una divina Realidad en el mundo de las cosas, vidas y mentes; la psicología que encuentra en el alma algo similar a la divina Realidad, o aun idéntico a ella; la ética que pone la última finalidad del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y trascendente de todo ser, es inmemorial y universal.

LA IDEA ES SEDUCTORA: en todas las sabidurías, orientales y occidentales, entre místicos, poetas y teólogos, se encuentra in nuce la única filosofía, el arquetipo del único conocimiento posible. ¿Por qué no?, si el hombre como sujeto biológico ha cambiado poco desde la prehistoria; si compartimos el mismo sistema nervioso, las mismas facultades que todos los humanos de todas las épocas, ¿por qué no sería posible ese único conocimiento escatológico?

Desde luego, el problema es que estos cuerpos están insertos en culturas y procesos históricos, tienen un idioma particular y un modo propio de ver el mundo. Entonces, en el libro Filosofía perenne, vemos convivir a Platón con Rumi, al maestro Eckhart con los Upanishads, a Lao-Tse con Santa Catalina de Siena, a Fénelon con el Bhagavad Gita… todos formulan, con un vocabulario propio y distinto, un conocimiento “susceptible de ser directamente experimentado y advertido por el ser humano”: aquel que reconoce a Dios como Primer Motor o conciencia inmanente de todo lo que nos rodea, “y la finalidad última de todo ser humano es descubrir el hecho por sí mismo”.

NO SÉ SI HUXLEY LOGRA PROBAR QUE EXISTE UNA FILOSOFÍA PERENNE, PERO LO QUE SÍ QUEDA EXPUESTO ES NUESTRA NECESIDAD DE TRASCENDENCIA

Al final, no sé si Huxley logra probar que existe una Filosofía Perenne, pero sin duda, lo que sí queda expuesto con gran nitidez es nuestra necesidad de trascendencia. Parece el peor momento para hablar de filosofías perennes y el lector bien puede sonreír piadosamente ante mi desliz, pero no sólo nunca ha habido mejores épocas para hacerlo, sino que cada vez que nos enfrentamos a ciertos hechos, definidos y afilados como la muerte de un ser querido, o una situación de guerra o una enfermedad grave, volvemos a buscar un refugio que esté más allá de lo contingente. Este acto rompe, así sea momentáneamente, con nuestra soledad radical. Nos permite intuir que los demás forman parte de un orden, pero sobre todo nos descubre —en un mundo que sistemáticamente nos desecha y condena a ser meras herramientas— como seres humanos con un destino eterno. Parece poco, pero a veces es el único viático espiritual que se nos ofrece para sobrevivir como seres éticos y no sólo como animales arrojados al matadero en un cosmos hostil.