Nunca he tenido buena suerte. No soy supersticioso, pero a veces siento que alguna voluntad superior me carga la mano. Y la tiene muy pesada. Soy superviviente de mi mala estrella. Ya debería estar muerto. Pero si leo entre líneas, pudiera decir que tampoco he tenido mala suerte del todo. La cosa es que, a pesar de no ser valeroso, audaz o aventurero, la ausencia de buena suerte me ha sometido a circunstancias peligrosas. No busco el riesgo, por el contrario, lo evito. Sin embargo, me persiguen los entuertos. Si estoy con amigo bebiendo en una azotea, me alejo de la orilla y, aun así, me he caído tres veces de la misma azotea. Si noto en un bar el aumento de la temperatura en los temperamentos de algunos parroquianos, me apresuro a pagar para salir corriendo y, aun así, me han reventado cuatro o cinco botellas en la cabeza. Si voy a cruzar una avenida transitada, espero religiosamente el verde y no cruzo hasta ver todos los autos detenidos, a pesar de esto, me han atropellado dos veces. Llevo cicatrices de batallas no buscadas, infligidas a pesar de no portar blasones ni consignas. No enarbolo ideología política ni me interesan luchas sociales y, con todo y eso, he sido detenido por haberme encontrado en las inmediaciones de alguna marcha. La vez más jodida estuve quince días detenido y a punto de ser trasladado a un reclusorio. Y no se trata de quedarme en casa para evitar el peligro. Soy en extremo cuidadoso, uso sandalias para bañarme, tengo tapetes antiderrapantes y agarraderas reforzadas y, pues sí, me he resbalado varias veces coleccionando lesiones en espalda, cadera, hombros y cabeza. Creo que no tiene caso seguir. Supongo, ha quedado bien planteado el punto. Con todo eso, no creo tener mala suerte, pues a pesar de haber padecido lo descrito, el resultado de las caídas de la azotea sólo resultó en lesiones poco graves, la mayor, fractura de tibia y peroné. Cualquiera de las tres caídas pudo haberme matado, pero la libré casi indemne.
Lo mismo con los dos atropellamientos, sólo fueron los golpes y de los botellazos, todos fueron en la parte más dura de la cabeza, si alguno me toca la sien o la cara, del hospital no me hubiera salvado. La detenciones no fueron tan traumáticas y cuando estuve detenido por quince días, hice migas con un malandro de cierto estatus, lo que me lleva al quid de lo que quiero contar.
LA COSA ES QUE, A PESAR DE NO SER VALEROSO, AUDAZ O AVENTURERO, LA AUSENCIA DE BUENA SUERTE ME HA SOMETIDO A CIRCUNSTANCIAS PELIGROSAS. NO BUSCO EL RIESGO, POR EL CONTRARIO, LO EVITO. SIN EMBARGO, ME PERSIGUEN LOS ENTUERTOS.
LO LLAMABAN TINO, hipocorístico de Cupertino. Lo detuvieron con varias bolsitas de coca, una cuarenta y cinco, y como cincuenta mil pesos en efectivo. Me vio hecho un ovillo en un rincón, aterrado y atribulado recriminando a mi suerte. En la celda había un grupito de manifestantes todavía envalentonados, por lo que entre varios chacales les bajaron las ínfulas revolucionarias a puro chingadazo. Tino se dio cuenta de mi actitud para evitar la escaramuza, después de zapear a un chamaco muy altanero y dejárselo a alguno de sus mostros, supongo, se acercó a mí. No era un tipo alto ni corpulento, su presencia no imponía. Era su mirada y su talante. Hacía que te cagaras de terror. Pensé, mierda, ahora hasta unos putazos me van a tocar y ni me enteré por qué protestaban estos chamacos. Me enfrentó y sonrió. Esa sonrisa, sin duda, provoca pesadillas. Qué transa, mijo, por qué andas todo paniqueado, ¿qué no son tus compas? Sólo pude negar con la cabeza. Pinches morritos putos, se sienten muy verga, pero acá ya están por tocar Cana. Dijo mientras se recargaba en la pared junto a mí. Sacó una cajetilla de cigarros y me ofreció. Tomé uno y esperé a que me lo encendiera. En qué andas, carnal. No sabía qué contestar. O sea, por qué te cargo la chota. Por pendejo, le contesté. Agüevo, si te miras bien freskibon. ¿Andas de dos de bastos o atracando a lo cabrón? Se nota que no te la sabes chingón. No entendí bien la pregunta, pero no es necesario ser experto en ese argot para suponer que indagaba sobre mi detención. No, no, le dije para aclararle mi situación, iba al cine, salí del metro y estaba la marcha, unos putos empezaron a romper los cristales de los negocios, echaron a correr cuando vieron policías y ya nomás sentí que me agarraban dos puercos, me tiraron al piso, un ojete me puso la rodilla a la espalda hasta que llegó la panel, me subieron y me trajeron aquí, le relaté tratando de contener con poco éxito el tono compungido. Se cagó de la risa. Se doblaba por las carcajadas. Se detenía, me miraba escrutador y volvía a reír. Ay, no mames. Agüevo, si esos pinches güeritos no se ven de aquí, tu menos, ni a pay de piña llegas, mijo. Pero no te agüites, mijo. Te miras bien tierno y esos saben mejor. Acá todos están firmes con miguelito, ando de patrón, de mamá, no te agüites.
Esa improbable amistad, creo, es producto de la extraña relación entre mi falta de buena suerte y la ausencia de mala suerte. Si lo mío fuera pura mala suerte, seguro habría terminado de sirvienta y no de cuáchara de Tino, lo que me valió para hacer menos pesada la estancia y sentir menos miedo cuando me quisieron enchironar por sedición y terrorismo. No pudieron imputarme cargo alguno. A Tino le dieron pase directo al reclusorio, por sus delitos le dieron prisión preventiva oficiosa y no supe de él hasta que me salvó la vida.
Pasaron los meses, los años y poco recodaba a Tino. Los accidentes seguían sucediendo con sus consecuencias más bien idiotas. Siempre al filo de la muerte sin de verdad estar al borde. En ese juego de la suerte donde mi cuerpo siempre era el blanco, poco a poco el destino dejó mis huesos a un lado para meterse con los asuntos amorosos, familiares, laborales y hasta espirituales. Me he casado dos veces y entendí con la segunda la estupidez de volver a intentarlo. Por un asunto testamentario, sobre el cual no buscaba beneficio, perdí el contacto con mi única hermana. No he podido mantener un buen empleo debido a chismes, malos entendidos y mala voluntad de compañeros y jefes, lo sé porque mis habilidades son bien aceptadas, incluso necesitadas, por lo que no me es complicado encontrar trabajo, el problema siempre es mantenerlo. Ante tanta mierda, busqué ayuda sobrenatural, quise hacerme mormón, testigo de Jehová y hasta me metí en pendejadas tipo new age con tintes prehispánicos decoloniales o mamadas así. Con cada intento sólo terminaba más quemado.
Aunque nunca me faltó el trabajo, la inestabilidad me provocó daño económico. Ya no pude pagar la renta del pequeño departamento ubicado en una zona clasemediera en proceso de gentrificación. Tuve que buscar algo menos oneroso y eso lo encontré en una colonia cuyo estigma territorial no es resultado de cuentos, novelas, relatos o series criminales. Un tugurio de verdad tan innoble que nadie sabe su nombre salvo sus igualmente innobles habitantes. Yo uno de ellos. Una colonia tan horrible y de difícil acceso que resulta un buen territorio autónomo para establecer los centros operativos de las más destacadas organizaciones delincuenciales. En cada esquina un halcón vigilando a los ratoncitos, yo uno de ellos, de los ratones, quiero decir.
A pesar de lo miserable y peligroso de la colonia, los vecinos anteriores eran gente agradable y metida en sus asuntos. No pasó mucho tiempo antes de volverme parte del horizonte. El tipo cabizbajo que poco hablaba y no se metía con nadie. Ni la maña se metía conmigo y salvo algún cricoso pedigüeño, no había mayor molestia. Me dedicaba a ir al trabajo, soportando las dos horas de ida, sobreviviendo las dos horas de regreso, cenando quesadillas de doña Carmen o los tacos del cuñado o las hamburguesas de la esquina. Viéndolo bien, era hasta folclórico, casi pueblo mágico con castillos en obra negra y dos o tres casas de seguridad donde algunos secuestrados olisqueaban las viandas callejeras.
A PESAR DE LO MISERABLE Y PELIGROSO DE LA COLONIA, LOS VECINOS ANTERIORES ERAN GENTE AGRADABLE Y METIDA EN SUS ASUNTOS. NO PASÓ MUCHO TIEMPO ANTES DE VOLVERME PARTE DEL HORIZONTE.
Tras dos años de habitante de arrabal, acostumbrado al trajín de los microbuseros asesinos y con menos accidentes, pues a pesar de casi siempre ir colgado con la punta del dedo gordo del pie como único apoyo en el estribo de un vehículo desvencijado, nunca me caí. Nunca me asaltaron en las inmediaciones del metro y el cricoso nunca se puso violento cuando, de plano, no tenía ni cinco pesos para ayudarlo a completar para la dosis. Estaba casi contento y me sentía seguro. Los halcones me identificaban, los malandros de baja estofa me saludaban con leve movimiento de cabeza y casi me ligaba a la hija de la quesadillera. Me sentí bien, mejor que en la colonia clasemediera con ínfulas de blanquitud europea.

ASÍ ES ESTE ASUNTO. Cuando te olvidas de tu sitio, el destino te espabila con la peor de las torturas, quizá exagero, pero nunca sentí tanto terror como en esa ocasión. La verdad, no quiero recordarlo, pero para eso estoy aquí, ¿no? Está bien, aquí voy: volvía del trabajo, no era muy tarde, seis o siete. Bajé del microbús, me encaminé al edificio donde vivía. Estaba por abrir la puerta cuando alguien me tomó del cuello por la espalda. Me tiró al piso y otro me pateó el estómago. Sacó todo el aire. Boqueé como pez revolcado tras estrellarse su pecera. Me pusieron una funda de almohada en la cabeza. Me levantaron y metieron a la cajuela de un auto. Sin aire y encerrado, me ahogaba y por instinto pateé haciendo escándalo. Nos detuvimos, abrieron la cajuela, me descubrieron la cara, me mostraron un arma, no sabría decir de qué tipo. Nada dijeron, pero se dieron a entender. Me quedé quieto, arrancaron y logré escuchar algo de lo que decían: ¿Sí será este culero?, se ve bien comemierda. Asegún me dijo el tío, simón, es éste. Chale, y si no, nos van a dar fierro, la neta no conozco bien esta colonia. No seas puto, sí es. Chale, no sé, mijo. Mejor le metemos uno plomazos y lo tiramos por aquí. No mames, no digas pendejadas, si es o si no es, que nos diga el patrón y ya se arma lo que él diga. Pero si no es, nos toca castigo. Pues te lo aguantas, no seas puto, mejor algo que nada. Chale, porque a ti no te ha tocado tabliza, puto, no está chido. Pues ya me tocará putiza o bono, ya no seas puto. Pero a ver, qué te dijo el tío ése. Vale verga, mijo, pus que era un tipo flaco, con chamarra de mezclilla deslavada, pantalón negro y tenis negros, así como este culero, te digo que sí es. Recordé lo que llevaba puesto. Sí, llevaba mi chamarra de mezclilla eterna, un pantalón negro y los viejos tenis vans negros. Me confundieron, pensé. No podía haber otra explicación. Me confundieron y por su puta incompetencia me iban a matar, fuera o no fuera el objetivo. Ni siquiera pude llorar, si asumían era yo su presa, la tortura era segura hasta que creyeran mi dicho y, según se rumoraba en la colonia, de quien levantaban estos chacales sólo quedaba la osamenta para imaginar la otrora existencia de un ser humano.
Después de unos veinte minutos, el auto se detuvo. La sensación de ir subiendo me hizo suponer que nos internamos en lo más profundo y tenebroso de la colonia. Me sacaron de la cajuela, ajustaron mi capucha para asegurar mi ceguera momentánea. Me patearon la corva de las rodillas para hincarme mientras abrían un portón. El ruido que hizo al abrir, esos chirridos, todavía me despiertan por las madrugadas. Me arrastraron al interior de un patio y todavía me jalaron un buen trecho hasta llegar a una habitación mal iluminada. Me aventaron al suelo, jalaron una silla, me sentaron en ella y gritaron para confirmar nuestra presencia. Escuché cómo chancleaba alguien bajando unas escaleras. Me quitaron la funda y frente a mí apareció un tipo horripilante, gordo, moreno, con cicatrices de acné acribillando todo su rostro, vestido con una bata, calzoncillos largos y sandalias. Me miró un instante y luego se volvió a los otros dos. Dijo muy calmo. Éste no es, pendejos. Se enfiló hacia las escaleras, las subió con dificultad, chancleando, puta, cada que escucho chanclear a alguien se me retuercen las tripas. Los dos tipos tras de mí quedaron un rato en silencio. Era claro que no sabían cómo proceder. No mames pendejo, se súper emputó el patrón. Ya valimos verga, ora qué hacemos. Pus ya sabes. Me atreví a suplicar: no sean así, carnalitos, yo no tengo nada que ver, no me meto en sus cosas, la verdad, no sea gachos, hagan paro. Sentí el cachazo en la cabeza. Cállate puto. Déjanos pensar. Háblale al Tino. Simón. ¿Tino? Pensé, ¿será Tino? Pasaron dos horas, sólo los escuché cuchichear, estaban asustados. De pronto se escuchó un auto. Minutos después entro un hombre, algo murmuraron. Pues ya se la saben, culeros. Piso. Dijo el hombre. A ver quién es este pobre pendejo. Se acercó a mí, me miró. No mames, cabrón, eres tú. Sí, era Tino.


