Tomás: Antes del adiós. Mi enfermedad

El pasado mes de agosto tuvimos la triste noticia de la muerte de nuestro amigo, médico y escritor, Arnoldo Kraus (1951-2025). La vida. Un repaso (Ediciones Cal y arena) es el libro que escribió a fines de 2023, quizá como una premonición. Un año después comenzaría a librar una lucha intensa y dolorosa contra el cáncer que padecía. El Cultural presenta un fragmento del último libro de Kraus y dos recuerdos de sus ideas sobre el dolor, la fragilidad de la vida y la dignidad que hemos de tener para enfrentarlos.

El médico Arnoldo Kraus, en una edición de la  FIL Guadalajara.
El médico Arnoldo Kraus, en una edición de la FIL Guadalajara. Foto›FIL Guadalajara

Tengo cáncer.

Cáncer avanzado.

¿Cáncer yo?

¿Por qué yo?

Terminal, ¿qué significa terminal?

Sobran preguntas, no faltan respuestas. Cuando la enfermedad se apodera de la vida, hay quienes dejan al lado preguntas fundamentales, se agazapan. Esa actitud les permite seguir navegando con menos ruido, con menos intranquilidad.

Sobran respuestas: escucharlas es complejo. Nunca, o casi nunca, incluso para las personas decididas a morir no hay ni sies ni noes absolutos. Los puntos finales son muy complejos. La muerte es el punto final total.

Las palabras siguientes son una breve visita a mi ser, a mi ser enfermo, desconocido y silente hasta hace tres meses. Ahora ese ser habla. Necesita hablar. Los seres humanos tenemos la capacidad de maquillar casi todo. La enfermedad difumina el maquillaje.

Tengo cáncer. Ahora vivo acompañado. Mi soledad, casi siempre placentera, ha desaparecido. Ahora somos dos, yo y mi tumor.

Llamaré Cáncer a mi cohabitante. Decidí bautizarlo para hablar conmigo, cuando sea necesario, sin buscar ni molestar a posibles interlocutores.

CÁNCER ES MUY LATOSO. No sólo por las molestias físicas, suficientes de por sí, sino por su inevitable presencia. Tic tac, tic tac, tic tac. Sus manecillas oscilan, como lo hacían los relojes antiguos, 24 horas. El tiempo de la enfermedad es largo. Mientras está presente, sobre todo cuando es grave, dura todo el día.

Su modus vivendi me incomoda, no ceja, no para de hablar. Me persigue de día y de noche. Interrumpe el flujo de mis ideas sin importarle un comino si hablo con el médico, con mi prima o con el director de Educar y Sembrar. Nunca pide permiso.

Es arrogante y sordo. Nunca contesta. Se considera mi dueño y de hecho lo es. Mientras duermo se apropia por entero de mí. El silencio le favorece. No hay distractores. Intento no soñar con Cáncer, no lo logro. Falta una nueva escuela psicoanalista cuyo leitmotiv sea, en pacientes terminales, independientemente de la razón de la enfermedad, eliminar sueños malignos. Muchas personas sufren lo indecible cuando la enfermedad se entromete en y con el sueño.

En ese aspecto Cáncer es un tirano: si no me acomodo a sus necesidades se molesta y no cesa de hostigarme hasta que le hago caso.

CÁNCER ES DÉSPOTA Y DICTADOR. Salvo por matar al huésped, no tiene ni compromisos ni cuentas pendientes ni a quién rendirle cuentas. Es autónomo. Carece de conciencia. No tiene ni jefes ni alter ego. Esa independencia le permite todo. A excepción de algunas células fuertes, cuyas sustancias intentan combatirlo, es imparable. En mi caso, sin quimioterapia ni inmunoterapia de por medio, Cáncer se da rienda suelta. Imposible escapar. Ya lo dije: ahora soy yo y mi nuevo habitante, su majestad Cáncer. Así vivo mi nueva vida. Así inicio mi periplo final. Poco a poco me doy cuenta del enorme poder de la enfermedad: conforme transcurre el tiempo me desnuda, me descubre. Sabe mucho de mí. Sabe cuándo y cómo será mi final. Sabe más que la ciencia y más que los médicos.

“Tengo cáncer”, escribo. Me digo frente al espejo; “Tengo cáncer”. Le digo a Oliva y a un par de amigos cercanos lo mismo: “Tengo cáncer”. Verbalizar el dolor y hablar de él sirve. Dos palabras, “tengo cáncer”, son realidad. Tendemos a escaparnos de lo no deseable. La enfermedad, después del diagnóstico, tiende a disminuir el autoengaño. No hay nada como una enfermedad mortal para repasar y hacer cuentas con el pasado e instalarse en el presente, y, para quien lo desee y tenga agallas, es una vía para adentrarse en el balance final.

Vale la pena adueñarse de uno mismo. Reditúa hacer cuentas: empezar a morir no es sencillo; hacer caso omiso de esa realidad destruye. Quebrarse es necesario. Acallar las voces de la enfermedad es equivocado. Empiezo a morir, lo sé. Mejor saber. De nada sirve intentar huir. Cáncer no descansa. Curiosa simbiosis: desaparecerá cuando yo desaparezca.

La enfermedad mata y siembra. A partir del diagnóstico, fuerzas e ideas desconocidas me acompañan. Mi voluntad se ha acendrado. Gracias a ella escribo. Gran terapia la de las palabras. Escribo para mí. No importa la trascendencia de mis reflexiones. Importa el momento: no hay como contar con palabras apropiadas y estar cerca del final para saber cuán maravillosa es la vida.

La enfermedad es un estado nuevo. Sus vericuetos son enormes, escarpados. No hay escapatoria; confrontar y recorrer esos caminos vale la pena. La voluntad me anima. Tengo, por supuesto, miedo, a veces mucho miedo. En ocasiones me amilano. Lo desconocido infunde temor. Ser ateo no ayuda.

“ ¿NO HAY NADA DESPUÉS DE LA MUERTE? “NO, NO HAY NADA”, HE REPETIDO MUCHAS VECES. DE AHÍ MI TEMOR. DE AHÍ LA DESAZÓN DE QUIENES DESNUDOS, SIN DIOS, CONFRONTAN EL FINAL.

Nada es una palabra propia del lenguaje de los ateos. ¿No hay nada después de la muerte? “No, no hay nada”, he repetido muchas veces. De ahí mi temor. De ahí la desazón de quienes desnudos, sin Dios, confrontan el final. He estado cerca de dos amigos semanas antes del final: uno, agnóstico; otro, ateo. Las palabras fluyen y protegen cuando son secundadas por Dios. Se atoran cuando frente a la muerte, la nada se apersona; el vacío y la nada atemorizan. Dolor dictat, decían los viejos romanos: el dolor dicta, domina, manda. Mortem dictat debería ser una frase contemporánea: la muerte domina, dicta, obliga: afrontarla es necesario.

LA CIENCIA TIENE UN RETO ENORME, quizás infranqueable, ¿qué sucede tras la muerte? Responder a esa pregunta sería maravilloso. Conocer el destino, si acaso existe, de los finados resolvería incontables cuestiones: ¿Hay algo después del final?, ¿me encontraré con mis seres cercanos?, ¿duele morir?, tras largas enfermedades, ¿es mejor fallecer?, ¿es la muerte un equivalente del mundo nada? Algo, creo, dirá la Inteligencia Artificial. A los religiosos ciegos no les convendría conocer, cuando dolor y desesperanza dominan las bondades de la muerte; tendrán menos armas medievales para asustar y, por ende, menos adeptos.

Al igual que mi enfermedad es mi enfermedad, mi muerte será mi muerte. No pretendo utilizar mi tiempo bajo la oscuridad del final. Opto por vivir. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Todo depende de las heridas y los destrozos del cáncer. Mientras pueda convivir con quien desee y tenga la posibilidad de escribir, viviré el tiempo restante con gallardía. Acepto mi miedo, me acompaña. Mi temor es el motor de este escrito. Mi miedo es un gran lector. Sotto voce me dice: “Rehuir a la muerte es rehuir de uno mismo”.

ARNOLDO KRAUS

RAFAEL PÉREZ GAY

—Todos necesitamos una dosis de

Dios —le dije varias veces a Arnoldo Kraus, entre burlas y veras, aludiendo a uno de los diálogos de su mejor libro de narrativa: Decir adiós, decirse adiós. Entendíamos por Dios en esa broma la necesidad de creer en algo poderoso, esa famosa fuerza invisible que domina nuestras vidas, algo para encomendarnos, la puerta de los milagros.

—He tomado ya quince gotas de Dios, pero no sirven, se trata de placebo—, le decía en su consultorio mientras me auscultaba, pero sobre todo escuchaba, consideraba que la medicina sin una escucha seria y entregada se convierte en una receta, en la orden de una punción, en la lejanía del médico-paciente.

Si quitamos la muerte súbita, no creíamos en nada más allá de la vida que no fuera la enfermedad, el dolor y la muerte antes de abrir la última puerta hacia la noche. Sonaba duro, pero verdadero.

En la novela Decir adiós, decirse adiós, el narrador escribe: “Cuando Piero murió yo estaba fuera del país. Sentí mucha tristeza por no acompañarlo en sus últimos días. Entre el diagnóstico del cáncer y su muerte transcurrió poco tiempo”. Al enterarme del pronóstico —pocos meses de vida— decidí acompañarlo y escucharlo […] Piero escribía un pequeño diario acerca de su enfermedad; más que reflexiones e ideas sobre sus padecimientos […] A pesar de la certeza y la necesidad del final, decir adiós, saber que nunca más volveremos, es difícil. Nunca la muerte será fácil”.

No sé si uno de los poderes de la literatura sea su capacidad para ciertos vaticinios, pero sé que cuando Kraus escribió esta novela, se adentraba en su futuro. No exagero ni invoco magias, esas páginas fueron un espejo del porvenir.

Después de realizarse algunos estudios para estudiar divertículos, una joven radióloga le dijo:

—Doctor Kraus, aquí encuentro una metástasis. Incrédulo, Arnoldo mandó llamar al jefe de radiología, quien confirmó el diagnóstico: cáncer de cólon y metástasis en el abdomen. Esto lo sé porque leí la crónica que escribió durante su enfermedad y que próximamente publicará Random House Mondadori. Cuando me dijo que estaba enfermo, le pregunté si escribiría sobre el cáncer, su cáncer:

—Ya estoy en eso —y pensé en el diario de su personaje, Piero, y en las palabras del narrador: “Cuando la enfermedad ha vencido, hay que morir entero, sin ruido, sin aspavientos, lejos de quienes buscan a toda costa modificar el curso de la muerte”. Así lo hizo Kraus.

Hablamos todas las semanas desde que me dijo que tenía cáncer. Política, literatura, enfermedad, quimioterapias y una intervención seria en el abdomen. Peleó bien y con ganas. Antes de entrar por segunda vez al hospital estaba optimista:

—Te marco el martes.

Pasaron varios martes y nada. Una mañana me contestó con la voz roída por el dolor, la enfermedad y la desesperanza.

—Estoy muy mal —me dijo con una voz apenas audible. ¿Puedes escribir la contraportada del testimonio que escribí?

—Sí —y no me di el lujo abusivo de una sola lágrima.

Así nos despedimos.

Regresé a la novela de Kraus: “Acotar el sufrimiento a costa de acortar la vida siempre es una opción”. Médico, escritor, bioeticista pionero en nuestro país, defensor de la muerte digna y de la eutanasia, las lecciones de Kraus, más presentes que nunca, iluminan la vida y la muerte. En la memoria permanecen sus palabras: “No hay dosis de Dios”.

Arnoldo Kraus y Rafael Pérez Gay en la Feria de Minería, 2024.
Arnoldo Kraus y Rafael Pérez Gay en la Feria de Minería, 2024. ı Foto: Fuente > Ediciones Cal y arena
EL DR. KRAUS CREÍA EN EL ENCUENTRO CLÍNICO, EN UN SISTEMA DIAGNÓSTICO Y TERAPÉUTICO QUE VA MÁS ALLÁ DE ALGORITMOS Y GUÍAS, QUE SE CENTRA EN UNO DE LOS MÁS ANTIGUOS ARTILUGIOS HUMANOS: EL DE LA CONVERSACIÓN

CLÍNICA,

ÉTICA, PALABRA

FERNANDA PÉREZ GAY JUÁREZ

Conocí al Dr. Kraus, médico de cabecera de mi familia, durante mi segundo año como estudiante de medicina. Pocos meses después de que a mi papá le diagnosticaran un cáncer de vejiga, empecé a despertar con náuseas. Llegué a vomitar una o dos veces por semana. No podía comer nada sin sentir molestias. Un ardor intermitente en el espacio del vientre donde se juntan las bajas costillas.

Fue así que llegué a consultar al Dr. Kraus, de quien ya había escuchado incluso antes de empezar a estudiar medicina: Un médico pensador. Un médico escritor.

Después de preguntarme sobre la carrera y cuál era mi materia favorita, me dejó relatarle mi padecimiento. Me miró atento y me preguntó: “¿Y cuál es tu diagnóstico, con todo eso que me cuentas?” Me hizo responder a la pregunta de por qué creía estar sufriendo de enfermedad péptica, o bien, gastritis. “Estrés de la Universidad, sí, pero tal vez tenga algo que ver el tener a alguien de la familia enfermo, ¿no crees?”. Salí de su consultorio, aliviada.

En su libro Catarsis, el médico polaco Andrzek Szczeklik escribió: “La medicina y el arte parten del mismo tronco. Ambas tienen origen en la magia, un sistema basado en la omnipotencia de la palabra.”

El Dr. Kraus creía en el encuentro clínico, en un sistema diagnóstico y terapéutico que va más allá de algoritmos y guías, que se centra en uno de los más antiguos artilugios humanos: el de la conversación. El de dos personas que intercambian opiniones y construyen juntos a partir de la palabra. Una práctica que se ha vuelto secundaria por el uso de la tecnología en más de un reputado centro hospitalario.

FUE ARNOLDO QUIEN ESCRIBIÓ hace un par de años que: “Tras el fracaso de los modelos que rigen a la humanidad, políticos, económicos, religiosos, quizás la única fuente que podría detener la destrucción del ser humano y de la Tierra es la bioética.” El mismo Arnoldo que desde hace más de veinte años puso sobre la mesa, en un país católico y un sistema médico por demás conservador, los dilemas de la muerte digna, la interrupción legal del embarazo, la desigualdad entre géneros, las consecuencias de la muerte cerebral.

Escribe también Kraus en un texto —irónicamente— híbrido, en que pidió una síntesis de sus ideas a la Inteligencia Artificial: “La medicina, como la vida, necesita ciencia. Pero también necesita compasión, pausa y tacto. Necesita humanidad.”

Bajo la guía que el Dr. Kraus ofreció a mi familia, sostuve en la mano una jeringa con midazolam el día en que despedimos a mi abuelo, obsequiándole el buen morir. Inserté la punta de la jeringa en la venoclisis y presioné el émbolo lentamente. Conservo conmigo esa lección de entereza, esa primera lección de “bioética cotidiana”, cuyos peldaños, enumerados recientemente por el Dr. Kraus en su blog del mismo nombre, son la dignidad, la justicia, la libertad, la preocupación por “el otro”, la calidad de vida y la autonomía.

Dr. Arnoldo Kraus, fuiste inspiración para generaciones de médicos interesados en extender su labor más allá del consultorio. Defensor del arte de la clínica, pionero de la bioética, maestro y ejemplo de la inseparable relación de la medicina y las letras: Gracias.