BALBUCEO
EL PARLOTEO de los bebés muestra una amplitud asombrosa. El lingüista Roman Jakobson escribe que el bebé balbuciente pronuncia fonemas “que jamás encontraremos dentro de un solo idioma, ni siquiera de un grupo de idiomas: consonantes formadas con cualquier tipo de articulación, consonantes palatalizadas y redondeadas, sibilantes, africadas, chasquidos, vocales complejas, diptongos, etcétera”. Durante su edad de “delirio lingual”, los niños son capaces de pronunciar “todos los sonidos concebibles”.
Llega después la entrada en el lenguaje, el “paso […] a la primera adquisición de las palabras”. Para que haya un habla inteligible, ha de haber “fonemas estables […] capacesde quedar grabados en la memoria". El resto de esa polifónica lengua natal no debe quedar tan grabada, se ha de abandonar. El olvido que es el nacimiento no finaliza el día en que el niño viene al mundo, sino que prosigue hasta que la fuente innata de fonemas se ha desaguado en el estrecho cauce de su idioma concreto.
Lewis Hyde, Breviario del olvido. Apuntes para dejar atrás el pasado, Siruela, trad. Julio Hermoso, 2020.
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ESPIRALES EN LA MÚSICA
ERA SHIMAMOTO quien se encargaba de poner la música. Sacaba los discos de la funda, los colocaba en el plato del tocadiscos sosteniéndolos entre ambas manos con cuidado de no tocar los surcos con los dedos y, tras limpiar el cabezal con un cepillito, hacía descender la aguja sobre el disco. Cuando acababa de sonar, los rociaba con un pulverizador para quitarles el polvo y los secaba con un paño de fieltro. Después los metía en la funda y los devolvía al lugar asignado en la estantería. Llevaba a cabo esta sucesión de acciones que le había enseñado su padre, una tras otra, con una expresión terriblemente seria. Entrecerraba los ojos, incluso contenía el aliento. Yo siempre contemplaba ese ritual sentado en el sofá. Cuando el disco se encontraba de nuevo en el estante, Shimamoto se volvía hacia mí y me dedicaba una pequeña sonrisa. Y yo cada vez pensaba lo mismo. Que no era un simple disco lo que Shimamoto tenía entre las manos, sino un frasco de cristal que encerraba una frágil alma humana. […] De toda la colección de discos, mi preferido era el de los conciertos de piano de Liszt. Las razones por las que me gustaba eran dos: que la funda del disco era preciosa; y que no conocía a nadie −exceptuando, por supuesto, a Shimamoto− que hubiera escuchado esos conciertos. Esto me producía una auténtica emoción. Yo conocía un mundo que los demás ignoraban. Sólo a mí me estaba permitido el acceso a un jardín secreto. Para mí, escuchar a Liszt representaba acceder a un plano superior de la existencia humana. […] Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera… Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales.
Haruki Murakami, Al sur de la frontera, al oeste del Sol, trad. del japonés de Lourdes Porta, Tusquets, 2013.
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LA ESTRELLA DEL PUEBLO
TRAVOLTA, EN EL PLATÓ, se comporta cándida y majestuosamente. Es un príncipe que se mezcla con sus súbditos. Investido del “acabado supremo” (y el maquillaje ligero) de su inflexible estrellato, provoca la histeria por dondequiera que pasa. El día anterior, una ayudante de producción advirtió a los extras de que los despedirían si seguían pidiéndole autógrafos. “No. No los van a despedir”, les dijo Travolta. Y siguió firmando. Hoy, a mi llegada, Travolta se desvía de su camino para traerme un capuchino, enfrentándose a una nube de paparazzi. Y luego me siento a su lado (mientras la maquilladora le arregla alguna imperfección subatómica).
—¿Por qué pareces ser la estrella del pueblo? —le pregunto—. No es que lleves su estilo de vida ni nada parecido. Te quieren como si siguieras viviendo con tus hermanos y hermanas en Englewood, Nueva Jersey.
—Funciona al revés, ¿sabes? Lo norteamericano por antonomasia es vivir tus sueños. No quieren que seas humilde.
Martin Amis, El roce del tiempo. Bellow, Nabokov, Hitchens, Travolta, Trump y otros ensayos (1986-2016), trad. Jesús Zulaika, Anagrama, 2019.
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INMORTALIDAD
¿PARA QUÉ SOÑAR con un paraíso? El Reino de los Cielos está aquí y ahora. Somos nosotros quienes tenemos que habitar este espacio a la vez material y espiritual (el mundo y nosotros mismos: el presente), donde no hay nada que creer, porque todo se da a conocer, y donde no hay nada que esperar, porque todo ha de hacerse o amarse: hacerse en tanto que dependa de nosotros, y amarse en la medida en que no dependa. […]
La cuestión de saber si este Reino se perpetúa o no tras la muerte, aparte de que no puede recibir respuesta de ningún saber, se vuelve entonces algo irrisoria y anecdótica. Sólo tiene importancia, como siento tentado de decir, en proporción a la importancia narcisista que nos concedemos a nosotros mismos, hasta el punto de que se podría evaluar el grado de elevación espiritual de un individuo por la indiferencia más o menos grande con que se toma la cuestión de su propia inmortalidad. Si ya estamos en el Reino de los Cielos, ya nos hemos salvado. ¿Qué podría arrebatarnos la muerte? ¿Qué podría aportarnos la inmortalidad?
André Comte-Sponville, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, trad. Jordi Terré, Paidós, 2014.
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GOETHE Y SCHILLER
ERAN DIFERENTES en muchos aspectos. A Goethe le encantaba estar al aire libre, en la naturaleza, ya fuera caminando animosamente, en verano, o patinando, en invierno. Rara vez iba en carruaje a Jena, prefería montar a caballo. Una vez recorrió los casi cien kilómetros que separan Weimar de Leipzig en poco más de ocho horas. Sin embargo, Schiller raramente se aventuraba a salir.
Goethe era un hombre fácil de llevar, intuitivo y sereno, Schiller parecía estar siempre dando demasiadas vueltas a las cosas. Intentaba forzar su producción creativa trabajando con un horario extenuante. Sus enfermedades danzaban como una sombra maligna a su alrededor, como un recordatorio de que su tiempo en la tierra era limitado. Con tanto por hacer, sometía su frágil cuerpo a una presión constante, sin permitirse nunca un descanso. A tanto llegaba la presión que a veces se quedaba paralizado por la angustia de que jamás llegaría a terminar nada. Cuando escribía la última frase de un drama o de un manuscrito, se sentía perdido, decía, “como si colgara, sin norte, en el vacío”. […] Pero era una persona generosa con su tiempo, que leía y comentaba meticulosamente tanto la obra de Goethe como la de otros escritores […]. Mientras que todo el mundo tenía que trabajar duro para producir algo tolerable, escribió, Goethe “sólo tiene que sacudir el árbol con suavidad, y los frutos más hermosos, maduros y pesados caen en sus manos”.
Andrea Wulf, “Un feliz acontecimiento”, Magníficos rebeldes. Los primeros románticos y la invención del yo, trad. Abraham Gragera, Taurus, 2022.
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LOS MANUSCRITOS ILUMINADOS
DEL RICO ACERVO de manuscritos irlandeses que han llegado a nuestras manos desde los primeros siglos de la era cristiana, hay sobre todo dos: el Libro de Durrow y el Libro de Kells, que sobresalen como monumentos de alta elaboración artística en esa etapa crítica de la historia cultural de la Europa occidental. […] Como afirma O. Elfrida Saunders en su obra, English Illumination, “No existe ningún intento por representar la solidez, y el color es bastante arbitrario. El cabello puede estar pintado de azul o incluso en rayas de diferentes colores. Se intenta lograr un efecto de ruptura cromática, aun en la representación de las figuras” […] En el entrelazado, en el calado y en la iconografía eclesiástica pueden observarse pruebas de un conocimiento de los manuscritos sirios y coptos, ya hayan sido éstos llevados a Irlanda por los mismos misioneros o vistos por los escribas en viajes a ultramar. […] Esencial del arte de iluminación de los irlandeses, es su escrupulosa e individual escritura, que consideraban una expresión estética en sí misma y no como un simple vehículo utilitario. […] Un vínculo con el arte copto y sirio es la combinación de rojo, verde y amarillo como esquema cromático predominante en las iluminaciones del Libro de Durrow, donde el artista hace resaltar dichos colores mediante el empleo de un negro intenso en el fondo y para llenar los espacios muertos.
James Johnson Sweeney, Manuscritos irlandeses primitivos, Unesco-Hermes Bolsilibros de Arte, 1965.

