En Ante un cadáver, el afamado poeta Manuel Acuña no sólo expresa el romanticismo que imbuía el espíritu de su tiempo, sino también rinde cuenta de la transformación en las actitudes hacia la muerte en el siglo XIX, cuando ésta se jugaba entre el ámbito de la fe y el de una incipiente ciencia. Estudiante de medicina, el coahuilense vivió de propia mano estos cambios en torno al paso hacia otra vida y, sobre todo, a su causa: la enfermedad. Los versos de Acuña son pues sintomáticos de un siglo XIX marcado por la muerte, cuando se convivía íntimamente con ella. El impacto de esta dura –y efímera– existencia es el tema central de una nueva exposición en San Carlos que nos sumerge en la experiencia decimonónica de la muerte y sus efectos en la producción cultural de su tiempo.
Lo primero que debemos destacar es que, si bien el Día de Muertos fue la ocasión idónea para su inauguración, la curaduría se aleja de la mirada folklorista que suele posarse sobre esta festividad. Aquí no hay calaveras sonrientes ni bailarinas, sino reflexiones profundas sobre el ocaso de la vida y cómo ésta se vivió con solemnidad y temor. Así, la exposición toma como hilo conductor los momentos o procesos que se experimentan en torno a la muerte y cómo estos hicieron eco en el arte.
INICIANDO CON UN CONTEXTO SOBRE CÓMO y de qué se moría, el recorrido inicia con su antesala, la enfermedad, y culmina con el duelo de quienes la sobreviven. Transitamos así de cifras sobre tasas de mortandad y el instrumental médico para combatirla, al memento mori, obras de gran valor estético que cumplen con la función de invitar a la reflexión sobre nuestra efímera existencia. La selección de piezas para este núcleo no sólo es digna de resaltar, sino que transmite muy claramente el mensaje que subyace en todo el recorrido y que el curador, Luis Gómez Mata, definió así en su visita guiada: la muerte en el siglo XIX “evoca un sentimiento que estremecía, pero al mismo tiempo seducía”. El título de la exposición El beso de la muerte apunta precisamente a esta actitud ambivalente que está presente en gran parte de la producción cultural de aquella centuria.
Finalmente, la etapa del duelo es explorada desde diversas costumbres sociales que también tienen sus manifestaciones artísticas. La exposición parte de la investigación realizada por su curador sobre monumentos funerarios, a los cuales se dedica uno de los núcleos, y que muestra su gran maestría técnica y calidad estética. No es fortuito que este arte se desarrollara con fuerza en el siglo XIX, pues es entonces que los cementerios hacen su irrupción en las prácticas mortuorias mexicanas. Al respecto de estas últimas, el papel de la fotografía, específicamente post-mortem, también se destaca en esta exposición tanto como testimonio del llamado buen morir como recordatorio eterno y, de paso, negocio lucrativo de una naciente industria fotográfica.
Resalta que éstas y otras prácticas culturales también tengan cabida en las salas del museo, con lo cual la muestra cobra un cariz antropológico que le brinda una gran profundidad más allá del morbo que pudiera causarnos la iconografía mortuoria.


