Cualquiera que conozca someramente la obra de Guillermo del Toro sabe que casi todos sus filmes llevan a Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, esa novela que leyó de niño y lo impactó para el resto de su vida. Por tanto, era tan sólo cuestión de tiempo y recursos para que llevara a cabo su interpretación de la obra seminal gótica que es el origen de la ciencia ficción cyberpunk y monumento fundacional del cine de horror corporal. Esta novela epistolar escrita en 1818, como un oráculo, refleja nuestra relación con las nuevas tecnologías, desde la Revolución Industrial hasta la IA. No por nada ha sido adaptada al cine alrededor de ochenta veces en todas formas, tonos y contextos posibles. Del Toro empleó su enorme prestigio y éxito, incluyendo su Oscar a la mejor película por La forma del agua, para asegurar un exuberante financiamiento de la plataforma Netflix. De esa manera pudo hacer una película tan delirante y ambiciosa como la aventura que Victor Frankenstein emprende en la novela. Frankenstein de Mary Shelley es el resultado de décadas de perseguir una obsesión, y su genealogía está presente en diversas expresiones en su cine.
En su décimo tercer filme, Del Toro es, por un lado, respetuoso y reverencial de la obra de Mary Shelley, pero al mismo tiempo también se atreve a establecer un diálogo provocador con la autora y su obra. De esa manera inserta cambios fundamentales en la historia que le dan un giro personal. El filme sigue la estructura de la novela al estar dividido en dos recuentos en primera persona:
el del creador (Oscar Isaac) y el de la Criatura (Jacob Elordi). Ambos narran su historia al capitán danés Anderson (Lars Mikkelsen) de un barco que ha encallado en el hielo en su travesía al polo norte.
EN EL UNIVERSO MORAL DE GUILLERMO DEL TORO no hay incertidumbre. El cineasta jalisciense necesita explicar el porqué del carácter ególatra y narcisista de Victor Frankenstein. A diferencia de la novela, aquí el padre, Leopold (Charles Dance), es un personaje cruel y autoritario al que el joven Victor responsabiliza de la muerte de la madre que adoraba, al dar a luz a su hermano William (esa pasión quizá se refleja en que como adulto sigue bebiendo leche como hacia con ella). Esa pérdida devastadora lo lleva a emprender una guerra personal contra la muerte, que es una manera de derrotar a su padre médico. Su obsesión es crear vida a partir de tejido muerto y liberar al humano de la condena de la mortalidad. Pero más que salvar vidas es un desafío y una venganza. Antes de contar con los recursos necesarios, Victor se dedica a crear instalaciones con partes humanas activadas vía corrientes galvánicas que pueden expresar dolor, agonía y desconcierto, los sentimientos que él conoce y entiende. Sus obras, que podrían ser una forma artística particularmente moderna y perversa (en la vena de los cráneos de Damien Hirst, la cabeza de sangre de Marc Quinn y la plastinación de cadáveres de Gunther von Hagens), no son reconocidas por los académicos anatomistas del Colegio Real de Medicina quienes lo denuncian como un charlatán y un embaucador de feria.
LA SEGUNDA DESVIACIÓN DE LA NOVELA de Shelley es que incorpora el financiamiento que recibe Victor de un fabricante y vendedor de armas, Heinrich Harlander (Christoph Waltz), así como el hecho de que para su experimento no va a saquear cementerios sino que se surte de partes humanas de los condenados a muerte, eligiendo entre los que esperan ir al patíbulo. Y tiene acceso a las trincheras de la Guerra de Crimea (la cual tuvo lugar en 1851 mucho después de que la novela fuera escrita) donde Victor elige partes de los condenados y los caídos como si se tratara de accesorios de máquinas o animales de rastro. Al hacerlo no muestra la menor consideración por la tragedia de cada uno. El médico, que debería curar, explota la miseria humana al considerar el cuerpo como depósito de refacciones. Es una historia de padres despiadados y médicos con complejo de dios pero que equipara la búsqueda de Frankenstein con los delirios de los modernos oligarcas tecnológicos, Tech Bros, como Sam Altman (OpenAI), Elon Musk, Mark Zuckerberg y demás “genios” que están dispuestos a triturar valores y derechos humanos por su ambición.
El modelo de desarrollo frenético que sigue Frankenstein nos conecta con el momento actual de guerras, genocidio y proliferación desbocada de la IA.
EL MÉDICO, QUE DEBERÍA CURAR, EXPLOTA LA MISERIA HUMANA AL CONSIDERAR EL CUERPO COMO DEPÓSITO DE REFACCIONES
DEL TORO OPTA POR ENFOCARSE más en la criatura que en el creador. Shelley nos muestra la inhumanidad de un Frankenstein cobarde que abandona su creación al entender el dilema moral de su transgresión. Nos narra cómo la Criatura aprende a leer y decide resolver su devastadora soledad exigiéndole a su creador que le haga una compañera. Para lograrlo, desata una cadena de venganzas matando sin piedad a sus seres queridos, incluyendo a su amada Elizabeth. En la versión de Guillermo del Toro, Victor se desinteresa de su producto final una vez que ha logrado su meta. Frankenstein no tiene paciencia con su Criatura, su obra maestra, a la que encierra en un calabozo como a un animal. Media película trata de crear vida y la otra mitad de destruir lo que ha construido. Elordi interpreta con enorme destreza y pocas palabras al collage de partes humanas que parece una efigie victoriana porcelanizada, una estatua de mármol o marfil que hace pensar en los Ingenieros de Alien Prometheus (Ridley Scott, 2012). Sus expresiones, miradas y la progresión de sus gestos, del asombro casi infantil al odio, pasando por la confusión, el miedo, el dolor, la angustia y la fascinación es fantástica. El monstruo es un ser de extraordinaria fortaleza pero su verdadero superpoder y supercondena es que no puede morir. A lo largo del filme es acuchillado, balaceado (con pistolas, rifles y trabuco), ahogado, incinerado y dinamitado tan sólo para reponerse y sanar de sus heridas.
LA HISTORIA DE ELIZABETH (Mia Goth) ha sido transformada, ya no se trata de la prima que adoptó su padre y con la que Victor va a casarse, sino que es la prometida de su hermano William, una mujer con gran humanidad, fe religiosa, curiosidad científica y principios sólidos. Como en el libro, Elizabeth le recuerda a la madre que perdió (aquí Goth interpreta también a la madre). Victor se obsesiona con ella, y aunque al principio la joven muestra interés en él, desaparece cuando logra descifrarlo, dando paso a una extraña fascinación por la Criatura.
La fotografía de Dan Laustsen, la música de Alexandre Desplat, el diseño de producción de Tamara Deverell y los vestuarios de Kate Hawley son elecciones muy afortunadas. Por momentos la historia se siente redundante con la insistencia de que los monstruos son el creador y su financiero, y no la Criatura. Nadie en el público duda de la humanidad de la Criatura, lo que sí sorprende y estremece es que este ser desgraciado pueda aprender a perdonar, algo que Shelley nunca le enseñó y que es la apuesta hecha por Guillermo del Toro.


