La primera vez que supe de la existencia de Guadalupe Dueñas, curiosamente, no fue en Guadalajara —nuestra ciudad natal—, sino durante un paseo por el FCE de Morelia. Un flechazo visual: la portada de sus Obras completas, una especie de bodegón novohispano, se incrustó poderosamente en mi distracción habitual. Había apenas escuchado su nombre, llegué tarde a su obra y tras su lectura se ha convertido para mí en una referencia íntima, inevitable, una compañera de ultratumba. Desde la primera exploración, sus cuentos me llevaron por atmósferas donde la nostalgia se funde con un humor ácido y la convierte en territorio conocido, habitable.
Me han recomendado amigos que me estiman mucho y familiares muy allegados, que siquiera en esta ocasión procure ser un poco seria, y guardar compostura y olvidar mi acostumbrado rol de graciosa profesional, porque según dicen, ya no está de moda ser chistoso. Esta última generación es muy seria, muy culta, muy formal. 1
EN SUS LETRAS SE MUESTRA un cosmos donde lo oscuro colinda con lo irónico y lo desacralizador con lo íntimo. Guadalupe escribía desde lo biográfico y encarnó la autoficción avant l’heure en las letras nacionales. Vivió casi un siglo y resistió los embates del tiempo a través de una exploración melancólica. En sus letras pueden encontrarse personajes familiares con rasgos monstruosos y situaciones descabelladas con elementos profundamente humanos. Poseía un carácter excéntrico y a la vez era una mujer de su tiempo. Una señorita tapatía educada por monjas teresianas que nunca se casó y que vivió cómoda y libremente. Fue capaz de quitarse más de diez años de encima en sus declaraciones públicas, al igual que otras autoras como Nellie Campobello, Amparo Dávila e Inés Arredondo. El pudor de la edad, el complejo, estigma y obsesión en torno al cuerpo fueron costumbres arraigadas en el mundo femenino del siglo XX. Proyectaba una suerte de coquetería perenne al estar siempre soltera, un halo de misterio alrededor de la vida privada, donde los más variados elementos se ocultaban en los cajones: amantes, abortos, casonas ruinosas y fantasmas.
Así como yo descubrí a Guadalupe Dueñas por su portada, Alfonso Reyes, Emmanuel Carballo y Julio Torri repararon en sus plaquettes autopublicados de cuentos con ilustraciones que ella misma pintaba a mano en una feria del libro local. Aparentemente eran pinturas absurdas, pero divertidas por su originalidad y desparpajo. Guadalupe cándidamente las dejó en consigna a un librero del FCE, y se vendieron todas.
El origen de atmósfera excéntrica que rodea a Guadalupe Dueñas se remonta a su cuna. Nació en una familia conservadora y a la vez un tanto chalada, su padre, profundamente religioso, cazaba gatos con una carabina que había pertenecido al emperador Maximiliano, para luego cocinarlos y ofrecerlos a los sacerdotes que invitaba a rezar el rosario; una madre cantante de origen libanés, aparentemente sumisa y frívola.
La hermana mayor de Guadalupe fue Mariquita, protagonista del cuento aquí presentado, tomado del libro Guadalupe Dueñas. Artífice de la palabra. Mariquita nació para morir y dejar un halo de misterio en el resto de la descendencia de aquel curioso matrimonio. La segunda hija fue la propia Guadalupe, quien nos narra cómo vivieron bajo la sombra nostálgica de una niña que pasó el resto de su brevísima existencia dentro de un frasco de chiles, navegando en una sustancia química preparada por su padre en un intento desesperado por conservarla.
AL LEER “HISTORIA DE MARIQUITA”, podremos asomarnos a ese mundo peculiar en el que creció Guadalupe; el que le permitió escribir con esa tinta una prosa poética desencantada, poblada de imágenes de duendes en señoriales caserones, mezcla de ruinas y riqueza, candiles que se mecen, roperos que guardan fantasmas y secretos, una infancia trémula y solitaria, a pesar de estar rodeada de más de una decena de hermanos. El cuento debe leerse con una curiosidad hacia la muerte y sus representaciones, una reinterpretación profundamente tapatía que recuerda a los retratos de angelitos, una tradición católica de inicios del siglo XX, en la que se fotografiaba a los infantes en su lecho fúnebre para preservar su memoria.
EL CUENTO RECUERDA A LOS RETRATOS DE ANGELITOS, UNA TRADICIÓN CATÓLICA DE INICIOS DEL SIGLO XX, EN LA QUE SE FOTOGRAFIABA A LOS INFANTES EN SU LECHO FÚNEBRE PARA PRESERVAR SU MEMORIA
La cosmovisión de Guadalupe Dueñas estuvo marcada por la muda compañía de Mariquita, la hermana que viajó en innumerables mudanzas familiares: testigo silencioso del mundo que la rodeaba, creación del padre quien, una vez conservada su criatura —como si de un Victor Frankenstein doméstico se tratara—, debía esconderla entre los vestidos del ropero o en la parte superior del mismo, como una gárgola humana. Así la recordaba Carmelita, hermana de Guadalupe, quien confesaba sentirse perseguida por aquella inquietante presencia.
Sus primeros relatos aparecieron en la revista Ábside, en el número de julio-septiembre de 1954, y ese mismo año se publicaron en una plaquette, bajo el título Las ratas y otros cuentos. En 1958, el Fondo de Cultura Económica dio a conocer Tiene la noche un árbol, volumen por el cual se hizo acreedora al Premio José María Vigil (1959), otorgado en Guadalajara, Jalisco, su tierra natal.
En 1976 apareció su segundo libro de cuentos, No moriré del todo, y al año siguiente Imaginaciones (1977), una colección de semblanzas sobre diversos autores, escritoras, intelectuales y poetas. Luego vino otra larga pausa. Esta vez habría que esperar catorce años para acercarse a su tercera y última colección de relatos, Antes del silencio (1991).
Después llegó la omisión y el olvido.2
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“Historia de Mariquita”
Guadalupe Dueñas
Nunca supe por qué nos mudábamos de casa con tanta frecuencia. Siempre nuestra mayor preocupación era establecer a Mariquita. A mi madre la desazonaba tenerla en su pieza; ponerla en el comedor tampoco convenía; dejarla en el sótano suponía molestar los sentimientos de mi padre, y exhibirla en la sala era imposible. Las visitas nos habrían enloquecido a preguntas. Así que, invariablemente, después de pensarlo demasiado, la instalaban en nuestra habitación. Digo “nuestra” porque era de todas. Con Mariquita, allí dormíamos siete.
Mi papá siempre fue un hombre práctico; había viajado mucho y conocía los camarotes. En ellos se inspiró para idear aquel sistema de literas que economizaba espacio y facilitaba que cada una durmiera en su cama.
Como explico, lo importante era descubrir el lugar de Mariquita. En ocasiones quedaba debajo de una cama, otras en un rincón estratégico; pero la mayoría de las veces la localizábamos arriba del ropero.
Esta situación sólo nos interesaba a las dos mayores; las demás, aún pequeñas, no se preocupaban.
Para mí, disfrutar de su compañía me pareció muy divertido; pero mi hermana Carmelita vivió bajo el terror de esta existencia. Nunca entró sola a la pieza y estoy segura de que fue Mariquita quien la sostuvo tan amarilla; pues, aunque solamente la vio una ocasión, asegura que la perseguía por toda la casa.
Mariquita nació primero; fue nuestra hermana mayor. Yo la conocí cuando llevaba diez años en el agua y me dio mucho trabajo averiguar su historia.
SU PASADO ES CORTO, Y MUY TRISTE: Llegó una mañana con el pulso trémulo y antes de tiempo. Como nadie la esperaba, la cuna estaba fría y hubo que calentarla con botellas calientes; trajeron mantas y cuidaron que la pieza estuviera bien cerrada. Isabel, la que iba a ser su madrina en el bautizo, la vio como una almendra descolorida sobre el tul de sus almohadas. La sintió tan desvalida en aquel cañón de vidrios que sólo por ternura se la escondió en los brazos. Le pronosticó rizos rubios y ojos más azules que la flor del heliotropo. Pero la niña era tan sensible y delicada que empezó a morir.
Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y que estuvo horas enteras frente a su cunita sin aceptar su muerte. Nadie pudo convencerlo de que debía enterrarla. Llevó su empeño insensato hasta esconderla en aquel pomo de chiles que yo descubrí un día en el ropero, el cual estaba protegido por un envase carmesí de forma tan extraña que el más indiferente se sentía obligado a preguntar de qué se trataba.
NADIE PUDO CONVENCERLO DE QUE A SU MUDA COMPAÑÍA . DEBÍA ENTERRARLA. LLEVÓ SU EMPEÑO INSENSATO HASTA ESCONDERLA EN AQUEL POMO DE CHILES QUE YO DESCUBRÍ UN DÍA EN EL ROPERO.
Recuerdo que por lo menos una vez al año papá reponía el líquido del pomo con nueva sustancia de su química exclusiva —imagino sería aguardiente con sosa cáustica—. Este trabajo lo efectuaba emocionado y quizá con el pensamiento de lo bien que estaríamos sus otras hijas en silenciosos frascos de cristal, fuera de tantos peligros como auguraba que encontraríamos en el mundo.
Claro está que el secreto lo guardábamos en familia. Fueron muy raras las personas que llegaron a descubrirlo y ninguna de éstas perduró en nuestra amistad. Al principio se llenaban de estupor, luego se movían llenas de recelo, por último desertaban haciendo comentarios poco agradables acerca de nuestras costumbres. La exclusión fue total cuando una de mis tías contó que mi papá tenía guardado en un estuche de seda el ombligo de una de sus hijas. Era cierto. Ahora yo lo conservo: es pequeño como un caballito de mar y no lo tiro porque a lo mejor me pertenece.
Pasó el tiempo, crecimos todas. Mis padres ya no estaban entre nosotras; pero seguíamos cambiándonos de casa, y empezó a agravarse el problema de la situación de Mariquita.
ALQUILAMOS UN SEÑORIAL caserón en ruinas. Las grietas anunciaban la demolición. Para tapar las bocas que hacían gestos en los cuartos distribuimos pinturas y cuadros sin interesarnos las conveniencias estéticas. Cuando la rajadura era larga como un túnel la cubríamos con algún gobelino en donde las garzas, que nadaban en punto de cruz añil, hubieran podido excursionar por el hondo agujero. Si la grieta era como una cueva, le sobreponíamos un plato fino, un listón o dibujos de flores. Hubo problema con el socavón inferior de la sala; no decidíamos si cubrirlo con un jarrón ming o decorarlo como oportuno nicho o plantarle un pirograbado japonés.
Un mustio corredor que se metía a los cuartos encuadraba la fuente de nuestro palacio. Con justo delirio de grandeza dimos una mano de polvo mármol al desahuciado cemento de la pila, que no quedó ni de pórfido ni de jaspe, sino de ruin y altisonante barro. En la parte de atrás, donde otros hubieran puesto gallinas, hicimos un jardín a la americana, con su pasto, su pérgola verde y gran variedad de enredaderas, rosales y cuanto nos permitiera desfogar nuestro complejo residencial.
La casa se veía muy alegre; pero así y todo había duendes. En los excepcionales minutos de silencio ocurrían derrumbes innecesarios, sorprendentes bailoteos de candiles y paredes, o inocentes quebraderos de trastos y cristales. Las primeras veces revisábamos minuciosamente los cuartos, después nos fuimos acostumbrando, y cuando se repetían estos dislates no hacíamos caso.
Las sirvientas inventaron que la culpable era la niña que escondíamos en el ropero: que en las noches su fantasma recorría el vecindario. Corría la voz y el compromiso de las explicaciones; como todas éramos solteras con bastante buena reputación se puso el caso muy difícil. Fueron tantas las habladurías que la única decente resultó ser la niña del bote a la que siquiera no levantaron calumnias.
Para enterrarla se necesitaba un acta de defunción que ningún médico quiso extender. Mientras tanto la criatura, que llevaba tres años sin cambio de agua, se había sentado en el fondo del frasco definitivamente aburrida. El líquido amarillento le enturbiaba el paisaje.
Decidimos enterrarla en el jardín. Señalamos su tumba con una aureola de mastuerzos y una pequeña cruz como si se tratara de un canario.
Ahora hemos vuelto a mudarnos y no puedo olvidar el prado que encarcela su cuerpecito. Me preocupa saber si existe alguien que cuide el verde Limbo donde habita y si en las tardes todavía la arrullan las palomas.
Cuando contemplo el entrañable estuche que la guardó veinte años, se me nubla el corazón de nostalgia como el de aquellos que conservan una jaula vacía; se me agolpan las tristezas que viví frente a su sueño; reconstruyo mi soledad y descubro que esta niña ligó mi infancia a su muda compañía.
NOTAS
1 Guadalupe Dueñas. Artífice de la palabra,
Serie Insurrectas, edición, prólogo y notas de Patricia Rosas Lopátegui, Gedisa, 2025.
2 Ibid.