Arthur Machen, levantar el velo

Arthur Machen, levantar el velo
Por:
  • jose-homero

Y aunque su espíritu formado en el campo encontró opresivas las calles del oeste de Londres, siguió escribiendo este y otros libros, con sus ritmos delicados y una belleza extraída de las colinas y los valles que él conocía.

Arthur Machen,

La colina de los sueños

Es célebre la clasificación que Ezra Pound postuló para distinguir a los escritores: inventores, maestros, disolventes, buenos escritores mediocres, literatos, creadores de modas. Por supuesto, cualquiera de nosotros aspiraría a ingresar en alguna de las dos primeras categorías. Sin embargo, como el propio Pound puntualizó, esas son las más complejas pues requieren un conocimiento extenso de la literatura para discernir —diríamos— entre una flor de sal y una corriente sal de grano. Si continuando con el dictum poundiano, los inventores son “quienes descubrieron un procedimiento” o ejemplificaron “determinado procedimiento”, mientras que los maestros son quienes retomaron tales recursos, a veces con destreza semejante a la de los inventores, ¿dónde podríamos colocar a Arthur Machen? ¿Como un inventor, un maestro o un mero epígono? Antes de responder a esta especie de enigma, sería conveniente discutir su obra, su aportación y el por qué cabe dilucidar si es un inventor, un maestro o un diletante.

El universo de Arthur Machen (1863-1947) se asienta sobre un sistema de principios cuyo análisis continúa postergado, acaso porque persistimos en tildarlo de maestro del horror en vez de reconocerlo como un autor elegante, poético y visionario. Machen debe ser celebrado no sólo por su estilo complejo y cadencioso sino asimismo por ser uno de los pocos novelistas con ideas y conceptos propios sobre la naturaleza del arte. Si uno de los personajes de El gran dios Pan se refiere con sarcasmo a Meyrick, criatura igualmente ficticia, como un pintor que sabía hablar incluso de pintura, podríamos decir que Machen es un escritor que sabe incluso de literatura. Aunque no lo parezca, este aficionado a las antiguallas y posteriormente festivo saltimbanqui fue un intelectual y sus composiciones se relacionan con ideas y simbolismos asociados más con la narrativa de Europa Central que con las buhardillas de la tradición gótica, acaso porque en sus tramas refulgen, entre el copioso follaje literario, semillas de secretas y enigmáticas plantas que incitan a una lectura esotérica.

Su padre, un sacerdote anglicano, vicario de la pequeña iglesia galesa  de Llandewi, en las cercanías del pueblo de Caerleon había añadido a su apellido el de su esposa, Machen, con el fin de recibir una herencia. Arthur Llewllyn Jones eligió a su vez ese apellido como nom de plume. Educado en la rectoría, creció con una viva afición a las laderas de Soar Brook, a las umbrías Montañas Negras, el antiguo bosque de Wentwood y el remoto valle Savern. Puntos cardinales de la geografía de su infancia que habrían de perdurar en su memoria y en las páginas más bellas de su labor, pues aunque no retornaría a la tierra natal, Gwent, su recuerdo pervivió y a menudo se vincula a momentos de revelación o preludio al terror en la mayoría de sus piezas. No debería asombrarnos; fue un adelantado, como en muchos otros aspectos, de conceptos que serían determinantes en el arte del siglo XX. Así comprendió que la emoción ante la suprema belleza es idéntica a la sensación frente a aquello incomprensible que trasciende la naturaleza humana. Le denominó éxtasis, adelantándose a las tesis de Mircea Eliade y Georges Lapassade. Acaso porque en el fondo de ambas experiencias que enajenan la conciencia se encuentra el elemento sublime, un concepto crucial para comprender el universo de este autor.

Hoy Machen es sobre todo el artífice lento de una serie de narraciones cimeras dentro del ámbito siniestro, al punto que ha terminado por alcanzar en la posteridad al más célebre, reputado y considerado maestro sin disputa, Robert Louis Stevenson, y hoy se halla establecido como el creador de una pieza maestra del relato gótico victoriano. Me refiero a El gran dios Pan (1894), publicado en la apoteosis del movimiento decadente británico que coincide con la cumbre del imperio. Sí, en esa época de descubrimientos y razón científica rectora, el horror se entroniza y la novela seductora de Machen completa una siniestra trilogía que incluye El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) y Drácula (1897) de Bram Stoker.

EL ESPEJO OSCURO

Subrepticiamente, como esos ríos cuyo ímpetu ignoramos en la superficie pues discurren en las profundidades subterráneas, bajo las pavimentadas calles de las conservadoras y costumbristas letras del periodo victoriano, poco a poco comenzó a escucharse el rumor de una nueva corriente: el goticismo. En efecto, desde Joseph Sheridan Le Fanu, cuyo decisivo e influyente In A Glass Darkly (traducción al español: Criaturas del espejo) apareció en 1872, el mismo año en que se edita Alice Through the Looking-Glass de Lewis Carroll, hasta 1898, año de la aparición de Otra vuelta de tuerca de Henry James, este lapso es fecundo en frutos de prodigiosa imaginación e insidiosas implicaciones: La puerta abierta (1882) de Margaret Oliphant; Mario, el Epicúreo (1885) de Walter Pater; El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson; El retrato de Dorian Gray (1890) de Oscar Wilde; Drácula (1897) de Bram Stoker. En esos años —desde la aparición de El Renacimiento (1873) de Walter Pater hasta el juicio de Wilde en 1895, año en que aparece Judas, el oscuro de Thomas Hardy, novela casi naturalista donde se aborda el elemento sexual— se sitúan dos obras de Machen, El gran dios Pan (1894) y Los tres impostores (1895). Su acogida entre los iniciados fue excelente, lo que ubicó al autor dentro del selecto círculo decadentista. Sin embargo, tras el proceso y encarcelamiento de Wilde, esa tendencia fue escarnecida y vilipendiada desde la prensa que antaño la impulsó. Al igual que otros, Machen debió guardar silencio, so pena de enfrentarse a una animadversión institucional; su retiro, eventualmente, provocó una transformación tanto en sus convicciones como en su escritura. De ahí que La colina de los sueños, con su conflicto entre el ideal del escritor y su incomprensión por el público, al punto que la denominó la novela de un Robinson del alma, aun que creada en 1897, debió esperar casi una década para aparecer publicada en 1904 y en su versión definitiva, ya en 1907.

"Al igual que otros escritores, Machen debió guardar silencio, so pena de enfrentarse a una animadversión institucional; su retiro, eventualmente, provocó una transformación tanto en sus convicciones como en su escritura".

Para nuestro propósito, baste decir que el asunto de El gran dios Pan y Los tres impostores es la aparición de un antiguo misterio en las calles de Londres, para describirlo con sus propias palabras. Es un episodio antiquísimo que en vez de ocurrir entre viñedos y olivares se sitúa entre barrios exclusivos y calles bien iluminadas. Ciertamente ambas narraciones son diferentes, aunque conservan un patrón idéntico: lo que hoy llamamos la composición literaria, con su diversidad de puntos de vista, sus historias encontradas que evocan sutilmente el laberinto urbano al que aluden con insistencia. En un caso, se trata de la presencia de una criatura aberrante dentro de la sociedad victoriana; en el otro, de una conjura ocultista. De manera paradojal, las amenazas del pasado, el reclamo del horror primigenio, se instauran no en paisajes exóticos ni en países lejanos, sino en el centro de dicha civilización: Londres. He ahí la transformación de la tradición gótica: ya no hace falta ese recurso familiar a lo lejano en tiempo y espacio —una constante en los relatos que tratan de maravillas donde las criaturas fabulosas se ubican siempre en los confines— sino que la amenaza se ha venido a instaurar en un entorno civilizado. Ocurre no sólo con la criatura híbrida de rostro humano y la conjura ocultista de Machen, sino también con el desdichado antihéroe científico de Stevenson o el monstruo de Europa oriental de Bram Stoker.

EL MONSTRUO EN EL LABERINTO

Nuestra imagen del Imperio Británico en su apogeo continúa siendo impertérrita, con cuadros de costumbres de opulencia, etiqueta estricta y pasiones reprimidas —o expulsadas hacia su satisfacción culpable en burdeles y pensiones innobles, como se insinúa en El gran dios Pan y se atestigua en otras novelas—.Sin embargo, lo cierto es que la eclosión de los monstruos dentro del seno imperial coincide con la emergencia de la teoría de la evolución de Charles Darwin, las investigaciones de la etnografía —que entonces comprendía a la antropología, no a la inversa, como hoy ocurre— y la presunción positivista de que la ciencia erradicaría la superstición. Pero igualmente la investigación erudita podría confirmar la existencia de pueblos ignotos, aislados de la civilización, que poseían conocimientos secretos. Como se aprecia en la propia obra de Machen, el pueblo sería el de las hadas y otros seres feéricos.

No sorprende que la desaparición de una bella joven se considere “obra de las hadas”, que el enigmático Dyson de La pirámide luminosa comente con sarcasmo: “En estos días las ‘hadas’ atacan nuestros oídos de una manera singular". Es una alusión al renacimiento celta, en el que se incluye a Machen, pero sobre todo al auge de los cuentos de hadas, que habría inaugurado el infatigable Andrew Lang con Blue Fairy Book (1889), el primero de varios tomos recopilatorios de cuentos de hadas señalados con distinto color. Los continuaría Joseph Jacobs con English Fairy Tales (1890), cuya labor emulaba la de los hermanos Grimm. A estos nombres se agregarían varios más, de modo que, en efecto, a mitad de la década de los noventa las hadas repicaban en los oídos victorianos por doquier: desde la antropología hasta las novelas, la literatura infantil y la tendencia de los novedosos fotógrafos por registrar instantáneas de tan elusivas criaturas. De este modo sucinto puede entenderse por qué, a despecho de que en su origen son procesos de imaginación, las narraciones de Machen responden a un ambiguo impulso diríamos científico. El develamiento de la realidad no se produce merced a pactos o maldiciones, sino que es fruto de una anomalía científica. Ese sustrato racionalista e interés por encontrar en la ciencia un detonante para los enigmas es común a otros autores contemporáneos. Pensemos en Stevenson y su fábula moral del doctor Jekyll y el señor Hyde; en H. G. Wells con La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y La isla del doctor Moreau; en Arthur Conan Doyle y su saga de Sherlock Holmes, indisociable de los adelantos en la ciencia criminalística.

PARA SOBREVIVIR, RITUAL Y SUPERSTICIÓN

Las piezas de la antología son, al margen de sus anécdotas particulares, ejemplos de dos ramas que distinguen la escritura de Machen dentro de su primera época: la insinuación de que los cultos primitivos se conservan a través de una tradición secreta (Pan, “La gente blanca”, “Los polvos blancos”); y la creencia de que las hadas y otros seres del mundo feérico son sobrevivientes degenerados de una antigua raza protohistórica —los turanios—, como encontramos en La pirámide luminosa o en otro episodio de Los tres impostores, “La novela del sello negro”.

La primera tendencia comprende dos vertientes: parte de referencias históricas siguiendo las investigaciones de Richard Payne Knight, en especial su monumental e influyente El culto a Príapo (1786), para encontrar reminiscencias de un antiguo culto asociado a rituales de índole sexual. La segunda vertiente implica la permanencia de un conocimiento esotérico, a través de círculos de iniciados que ejercen rituales demoniacos. Parecerían idénticas, pero al analizarlas de cerca las separa el elemento sobrenatural: para remontar las celebraciones paganas a civilizaciones perdidas, no es necesario creer en manifestaciones espirituales; en cambio, para tildar el aquelarre de actualización de la caída primordial, sí. Ejemplos de la primera son El gran dios Pan y “La gente blanca”, mientras que “Los polvos blancos” ejemplificaría la segunda.

[caption id="attachment_831042" align="alignnone" width="683"] Ilustración de M. Grant Kellermeyer para El gran dios Pan. Fuente: deviantart.com[/caption]

En los ejes de este sistema textual se halla la convicción de que existe una realidad invisible, a la que sólo podemos acceder transformando nuestros sentidos, y la noción de que el cuerpo es una unidad inviolable, compuesta por el revestimiento carnal y el alma. Para acceder a una realidad superior, una expresión de pecado, como expone Ambrosio, El recluso, en “La gente blanca”, es necesario trasgredir los límites orgánicos. Para comprender la cabalidad del universo, el hombre requiere la previa expansión de su horizonte biológico. La zona liminar es el cuerpo: umbral, espacio consagrado. Esta apertura es significativamente un preámbulo al horror, pues al atisbar el cosmos ignoto, el sujeto entabla una relación aberrante.

Así ocurre en El gran dios Pan, donde merced a una operación quirúrgica las células cerebrales se reacomodan, permitiendo a la desdichada paciente enfrentarse a la percepción sobrenatural y conocer al dios Pan. Así sucede también en “Los polvos blancos”, cuya anécdota gira en torno a la transformación merced a una sustancia nefanda y sacrílega. En ambos casos, las consecuencias serán la degeneración, la alteración biológica, un tema de vastas resonancias en la época. Diríase que en ese breve corpus terrorífico escrito por Machen durante la década de los noventa del siglo XIX sus personajes emprenden una aventura filosófica semejante a la del narrador de La colina de los sueños.

A partir del proceso y posterior condena de Wilde por sus prácticas sexuales prohibidas, comienza una auténtica cruzada moral contra la corrientes innovadoras. Todas las instituciones que sustentan y reproducen la ideología de la clase media burguesa —prensa, política, iglesia— aprovechan la evidente indefensión en que se encuentran los estetas y escritores visionarios, para efectuar una purga y reivindicar los valores obtusos y obsoletos de una literatura moral, edificante e indulgente. De ahí que estas obras, hoy consideradas auténticos cantos del cisne de esa época de predominantes tonos amarillos, fueran pobremente recibidas por el público y destrozadas con saña por la crítica.

[caption id="attachment_831043" align="alignnone" width="696"] Matthew Jaffe, de la serie Proyecto Arthur Machen. Fuente: pinterest.com[/caption]

HERENCIA Y RECONOCIMIENTO

Stephen King ha proclamado El gran dios Pan como “la mejor obra de terror escrita en idioma inglés”. Apreciada por autores tan célebres y distintos como H. P. Lovecraft y Jorge Luis Borges, desde su aparición la novela conmovió al público, primero por su tema insólito y perverso, enseguida por la urdimbre, el tratamiento literario (uso el término novela con la acepción que tuvo durante el Renacimiento: en todo caso, una novela corta, una novelletta, cuya concepción no sería extraña si consideramos que Machen fue también traductor de otro texto tejido con nouvelles: El heptamerón de Marguerite de Navarra).

Estamos ante una narración enmarcada que alberga historias y por ende focalizaciones distintas, siguiendo la impronta de Las mil y una noches, venero de aguas imperecederas en la sensibilidad victoriana, como lo demuestran Robert Louis Stevenson con sus New Arabian Nights (1882) y su secuela, More New Arabian Nights (1885); William Wilkie Collins (After Dark, 1856) y Elizabeth Gaskell (Round the Sofa, 1859). Más allá de sus virtudes literarias, la influencia de Machen es hoy incluso mayor que la de Stevenson, cuya imbricación narrativa mediante puntos de vista y relatos encontrados se considera el modelo de Machen, aunque —insisto— no se trata de un propiedad del escocés sino de una suerte de signo de la época influido por la fabulación de Scheherezada.

Es característica de estas historias la adoración a un oscuro dios de las profundidades cuyo culto está asociado a rituales aberrantes. También lo son el ayuntamiento con seres desconocidos que violan y transforman la naturaleza humana provocando su descomposición, la ubicación de pueblos misteriosos y villas degeneradas en un ámbito circunscrito —una comarca distópica— cuyo perímetro define el propio paisaje inhóspito y la referencia a antiguas fuentes —aunque la erudición en Machen no es impostada sino auténtica—. Estos rasgos bien podríamos atribuirlos al universo de blasfemia cósmica de H. P. Lovecraft. En efecto, como todo aficionado al género sabe, Lovecraft retomó esos elementos para incorporarlos a su ciclo de Los mitos de Cthulhu. No es asunto de este ensayo trazar mapas de correspondencias, pero la obra innovadora del llamado Copérnico del terror no existiría sin el antecedente de Machen.

"Se reconoce al maestro galés como el creador de la ficción rara. tras el reconocimiento de Lovecraft y su círculo, Machen se ha entronizado en el panteón espeluznante".

También se reconoce al maestro galés como el auténtico creador de la weird fiction (ficción rara). Por ello, tras el reconocimiento de Lovecraft y su círculo, Machen se ha entronizado dentro del panteón espeluznante y poco a poco, de nuevo, dentro de la literatura sin etiquetas. En años recientes se ha saludado La colina de los sueños como su gran novela; incluso el ensayo que expresa —diríamos— su poética personal, Jeroglíficos, ha ameritado atención crítica. Creadores contemporáneos como el novelista Peter Straub, quien construye Fantasmas (1979), monumento del terror moderno con base en El gran dios Pan, o el cineasta Guillermo del Toro, cuyo El laberinto del fauno se inspira en “La gente blanca” y la novela pánica, han construido y alimentado sus obras con las apariciones de este territorio salvaje.

Sólo acaso, al término de este periplo, podamos responder si consideramos a Machen un inventor, un maestro o un diletante. Me atrevería a inscribirlo dentro de la primera categoría, porque —como el doctor Raymond con la desdichada Mary en El gran dios Pan— nos ha abierto los ojos a un realidad cuya existencia apenas intuíamos. Un universo desconocido en el que no se avizoran los cielos ordenados ni se escucha la música de las esferas, sino un caos y una oscuridad infinitos. Al evocar su paraíso perdido infantil, Machen nos transporta hacia el infierno cósmico, ahí donde la inmensa irracionalidad del hombre se complementa con una inmensidad de presencias amenazantes contra las cuales no hay refugio. Ese fue su gran mérito: lograr que nos asomáramos al abismo y a despecho de sus convicciones religiosas, demostrar que la vida procede de una energía destructora.

 

Una versión extensa de este ensayo presenta la antología El libro pánico de Arthur Machen, preparada y traducida por José Homero para la Biblioteca del Universitario de la Universidad Veracruzana, que comenzará a circular en breve.