Así pasa

Así pasa
Por:
  • Hector Alvarado

El perro del vecino está muerto en el quicio de mi puerta.

Si vivo era horrible con su pelo gris y agreste, muerto es de una fealdad intolerable. Se acostó de lado, su ojo gelatinoso parece acusarme. Es un estorbo que detiene mi salida rumbo al aeropuerto para atender a un escritor amigo, a quien llevaré de gira por espacios promocionales de radio, prensa y televisión antes de irnos a comer y finalmente a la presentación de su más reciente libro.

Suelo no creer en avisos ni señales, estos tiempos ya son de por sí confusos como para enderezar hipótesis que lo lleven a uno al filo del abismo. Si nos ponemos a interpretar la forma de las nubes como si guardaran los secretos del mañana, ya veo a la humanidad consumiéndose en el fuego de la paranoia.

Claro que no es lo mismo que la llanta amanezca ponchada justo el día de la cita de trabajo de la que dependen los próximos meses de sobrevivencia o que se vaya la electricidad en medio de la escritura de un archivo importante que no salvamos. Pero un perro muerto en la puerta de la casa a cualquiera lo pone al menos nervioso, no por su dosis de superstición, sino más bien por aquello de que se trate de algún mensaje del crimen organizado.

Un perro es un perro es un perro.

No quiero transpirar ni ensuciarme la ropa. Mover el cadáver con las manos me invita al vómito y empujarlo con los pies dejaría huellas y olores en mis zapatos.

Cuando el vecino se entere va a entrar en crisis. Es un viejo misántropo que no habla con nadie fuera de las frases que le prodiga (ahora se impone decir: prodigaba) al perro para que entre a su casa después de cagarse en el cuadro de tierra que intenté algún día convertir en jardín.

Todo el barrio sabía el nombre del perro: Prometeo, pero el de él no había quién tuviera idea. Se la pasaba encerrado a toda hora salvo el rato en que le abría la puerta a Prometeo para que fuera a empuercar las banquetas y jardincitos de la zona, y un rato después lo llamaba con una voz aflautada que quería simular carácter.

Me ahoga la prisa pero no puedo abandonar el cuerpo. Es una señal ominosa de muerte justo a la entrada de mi casa. Pronto la peste, las moscas y el vecino se encargarán de que el mundo se entere de lo que parece un canicidio a cargo del escritor que odia a Prometeo porque, además de las cacas que tiene que limpiar casi a diario, ve con evidente desagrado la fealdad y el escaso pedigrí a los que su dueño es ciego.

Hago el primer contacto: piso el cadáver. A decir de la rigidez, debe tener ya varias horas

descomponiéndose mientras yo estaba tranquilamente dormido.

En fin. Hay que hacer algo.

Traigo dos toallas sucias y casi sin meditarlo agarro a Prometeo de las patas para arrastrarlo hacia la calle —espacio natural que debió escoger para morirse—, pero demasiado pronto veo que una huella de líquido seroso, y seguramente al borde de la putrefacción, señala cada centímetro del camino.

Asco. Bochorno. Contrariedad. Tengo que irme, carajo.

Sin mejor opción sigo  jalando, el perro es como un barco que se niega a dejar el muelle. Jalo con fuerza pero al tiempo contengo el despliegue de fuerza como quien no quisiera invertir más que lo necesario para cumplir con la tarea.

Sólo deseo que pase rápido este proceso que me produce arcadas. Tengo suspendida la respiración calculando cuál sería la meta más rápida y accesible: ¿el bote de la basura, la banqueta, el límite territorial entre mi casa y la del vecino?

Al fin lo dejo sobre la cama de tierra de mi futuro jardín, donde Prometeo hizo tantas veces de las suyas.

Arrojo las toallas al basurero. Reviso que ni una pringa haya manchado la camisa, el pantalón o los zapatos. Entro a lavarme las manos. Luego lleno una cubeta con Pinol disuelto en agua y vierto el contenido de forma errática sobre la trayectoria chamagosa que describió el cuerpo. Dejo la cubeta a su suerte. Cierro la casa y me voy.

Mientras conduzco pienso un rato en el vecino. Pobre, el perro era su única conexión con la realidad. Espero que no le pase lo que le suele pasar a los ancianos ante la muerte de un ser muy querido: se van secando, al rato ya ni salen y al final la peste avisa que expiraron en absoluta soledad. Espero que comprenda que nada tuve que ver con el deceso de Prometeo, aunque esa especie de venganza, ir a exhalar su último ladrido precisamente

en frente de la puerta de mi casa, parezca incriminarme.

Doy vuelta a la página.

Recojo a mi amigo. Los vuelos se retrasaron y apenas alcanzará a cumplir con las entrevistas y llegar a tiempo a la presentación. Viene un tanto maltrecho por las desveladas que su libro le ha prodigado en Tijuana, Hermosillo, Zacatecas y Guadalajara, en una gira que ya le está pareciendo más larga de lo que alguna vez imaginó.

Cumplimos con el itinerario de medios y nos queda un rato para comer agujas norteñas en El Mirador. Nos vamos volando a la presentación de su libro, que rebasa las expectativas de asistencia y vende 120 ejemplares.

Los de la editorial están felices, no permiten que mi amigo y yo terminemos la noche como lo hacíamos en los tiempos en que no era un autor famoso: borrachos hasta la ignominia. Luego de varios intentos por escurrirnos nos despedimos hasta la próxima oportunidad.

A medio camino me acuerdo del perro y una cosquilla, mitad desagrado mitad hueva, me sube por la garganta. Imagino que el vecino estará sentado en la mecedora y me pedirá explicaciones que no podré darle. Las copas de tinto luego de la presentación me atizan las ganas de llegar y mandarlo al diablo con todo y su duelo. Le guste o no, le explicaría las cosas tal y como ocurrieron.

Al llegar me doy cuenta de que ya no existen la casa de mi vecino ni la mía ni otras dos que aún humean, luego de haberse incendiado por horas.

El vecino enloqueció y se puso a lanzar botellas de refresco llenas de gasolina contra las casas cercanas. Dejó que los habitantes salieran y les prendió fuego.

En un acto final, que incluso alcanzó a filmarse en videos de celulares y terminó en el telediario de las diez (Era un hombre pacífico que no se metía con nadie, no sabemos qué le pasó), el pirómano se roció a sí mismo y emprendió una carrera que duró dos calles, antes de caer muerto ante la estupefacción general.

Creo que después de todo sí tendré que dar algunas explicaciones. Y encontrar un lu-

gar dónde quedarme mientras busco otra casa que pueda rentar.

Pinche vecino rencoroso que me tocó.