Black Mirror, un dispositivo visionario en coma

Black Mirror, un dispositivo visionario en coma
Por:
  • naief_yehya

Spoilers inminentes

La quinta temporada de Black Mirror es una catástrofe y no sólo porque la realidad ha rebasado en cierta forma a la ficción, sino porque ha terminado de traicionar los elementos más vibrantes que la caracterizaron. La serie británica que alcanzó un inmenso auditorio mundial gracias a su distribución por Netflix y por haber entrado en resonancia con nuestros temores y pasiones tecnológicas se ha convertido en un zombi que repite sus certezas frenéticamente. No vamos a enumerar episodios favoritos y desastres de las anteriores temporadas de las cuales se ha escrito demasiado. Sin embargo, el estreno de una flácida simulación de temporada, con sólo tres episodios, invita a una valoración final.

Black Mirror, con su ya trivializadísima metáfora del espejo negro como la pantalla del celular apagado, no se pretendía una máquina de predicciones sino una colección de reflexiones tecnoculturales (muchas de ellas situadas “veinte minutos en el futuro”), o bien como La dimensión desconocida para la era digital, que siguiendo las normas del género exploraba las posibles últimas consecuencias de nuestra relación de dependencia adictiva-pasional con los dispositivos que usamos como prótesis digitales.

Los episodios presentaban una ideología, no una era, siempre consistente: por momentos humanista, a veces reaccionaria e incluso en otros derivaba hacia el marxismo, como en Fifteen Million Merits. Los episodios de la serie creada por Charlie Brooker usualmente ofrecían una mirada a un problema, una solución y las consecuencias que ésta tenía, a veces inclinándose por la ambigüedad, otras por la crueldad extrema y unas pocas por la redención del espíritu humano. Se trata de entretenimiento televisivo que fue relevante y tuvo cierto poder de provocación, sin la ilusión de denunciar el poder de las corporaciones y las tecnologías de comunicación, vigilancia y represión. Hoy que en China y otros países se usan tecnologías de identificación facial para acosar e intimidar cotidianamente, o que se establecen criterios de evaluación de los ciudadanos para darles o negarles acceso a servicios públicos entre otros horrores, esta serie ha perdido su capacidad de estremecer.

"Arranca una cinta de aventuras pueriles con villanos acartonados y un mensaje disneyano de reivindicación y realización personal”.

La quinta temporada fue lanzada a una escala modesta, lo cual hacía creer que habría sustancia en vez de abundancia. No fue así. El primer episodio, “Striking Vipers”, cuestiona los clichés de la masculinidad, en particular del hombre negro, se aventura al territorio tabú del deseo homoerótico entre amigos mediante un juego de video de realidad virtual y pregunta: ¿te acostarías con tu mejor amigo si éste estuviera travestido y se viera sexualmente apetecible? Y ¿eso te haría gay? Los amigos (Anthony Mackie y Yahya Abdul-Mateen II), quienes de jóvenes practicaban un juego de combate, se reencuentran y vuelven a usar sus viejos avatares (uno masculino y el otro femenino), pero esta vez en un dominio virtual donde la violencia da lugar a la pulsión erótica y cada pelea termina con ellos enredados en actos sexuales muy satisfactorios. El problema es que no hay una reflexión en torno a la fluidez sexual que ofrece la inmaterialidad del espacio virtual, un asunto viejo pero siempre actual. En vez de que la historia sirva para reflexionar sobre la identidad de género independientemente del cuerpo, para cuestionar la naturaleza del deseo erótico, la transfiguración y las relaciones en la realidad, la transgresión se limita a ser aceptada como una válvula de escape para la armonía doméstica.

En el segundo episodio, un conductor de taxi tipo Uber (Andrew Scott), secuestra a un pasajero (Damson Idris) y exige como rescate ser escuchado por el director y creador de la red social Smithereens (Topher Grace). El magnate digital toma la llamada y el conductor le confiesa que, debido a que estaba respondiendo a un posteo en su red mientras conducía, tuvo un accidente en el que murió su novia. El ejecutivo trata de consolarlo explicando que la red Smithereens está diseñada para dar estímulo en forma de dopamina y que eso nunca fue su objetivo. Pero el conductor lo interrumpe, lo único que desea es ser escuchado y así redimirse en su sacrificio. La evidente ironía es que en un tiempo de hipercomunicación nadie escucha a nadie. Para colmo, el episodio termina con un montaje incongruente en el que la madre de la novia obtiene acceso a la cuenta de su hija muerta en el momento mismo en que el conductor es asesinado por la policía. Las actuaciones y el guión son notables, pero lo que debería provocar tensión y compasión simplemente funciona como el andamiaje de una obra en construcción.

La temporada culmina con el atroz “Rachel, Jack and Ashley Too”. Trata acerca de una chica solitaria de preparatoria, Rachel (Angourie Rice), que adquiere un robot de juguete de su estrella pop favorita, Ashley (Miley Cirus). El dispositivo, Ashley Too, es una especie de Alexa antropomórfica y móvil que responde preguntas e interactúa con su propietario. Al establecerse la relación entre Rachel y el robot termina una historia que pudo desarrollarse de muchas formas: abordando la enajenación y la soledad, la sustitución de la compañía por aparatos y la renuncia al contacto humano a cambio de simulaciones. En vez de eso, se nos cuenta que la verdadera Ashley sufre porque su tía y manager la manipula, explota y no le permite hacer la música que ella quiere. La idea de usar una canción de Nine Inch Nails en un meloso cover pop parece una acertada ironía, pero termina por ser el símbolo mismo del desastre del episodio. Ashley se rebela y la tía la droga, poniéndola en estado de coma. Luego prepara una versión digital, Ashley 0, con la que la sustituirá en grabaciones y conciertos (al estilo de Hatsune Miku). Las estrellas virtuales no son novedad: antes de que aparecieran influencers digitales como Lil Miquela, numerosas celebridades digitales contaban con millones de seguidores en diversas plataformas. En un giro patético se introduce la tercera historia: la robot Ashley Too adquiere conciencia y se convierte  en la totalidad de Ashley. Arranca una cinta de aventuras cómicas y pueriles con villanos acartonados y un mensaje disneyano de reivindicación y realización personal. Ashley pasa de ser una pregonera de esa positividad compulsiva estilo Instagram a convertirse en un pastiche punk, mientras que Rachel queda solitaria en la compañía de su robot consciente. Este episodio deshilvanado y esquizofrénico marca que la serie ha caído en un coma del cual, a diferencia de Ashley, muy probablemente no podrá recuperarse.