Una casa de papel

FETICHES ORDINARIOS

Micrografía de papel para limpiar lentes.
Micrografía de papel para limpiar lentes.Fuente: commonswikimedia.org
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Quizá porque el libro es una tienda de campaña que nos aloja durante una temporada, recubrimos las paredes de casa con un segundo muro de papel, en el que cada ladrillo es un volumen vertical que nos aísla del ruido y nos arropa. Aunque la moda del papel tapiz apenas sobreviva en las mansiones vetustas, forramos la aspereza del cemento con otra piel más cálida y llamativa: cuadros, fotografías y pósters que crean una capa interior, una epidermis de significado con la cual dialogar todos los días.

Tomé conciencia del capullo de papel en el que vivo mientras buscaba un libro y me detuve en el lomo de La casa de papel, novela de Carlos María Domínguez (nada que ver con la serie homónima), acerca de las sobredosis de materia impresa. Entre reflexiones sobre la corporalidad del libro y un homenaje a las bibliotecas que se desbordan, la novela redunda en pliegues y celulosa y el crujir del papel, pero también advierte sobre la amenaza de los pececillos de plata. Con el temor de que la realidad se hubiera superpuesto a la ficción y sus hojas se encontraran plagadas de lepismas voraces, lo examiné un rato; no fue sino hasta que lo dejé abierto bocabajo que noté el parecido con una tienda de campaña y recordé aquella idea de la lectura como una casa adentro de la casa.

Mientras picoteaba frases aquí y allá, me entretuve acariciando la lisura de sus páginas, con la aprensión apocalíptica de que muy pronto, si el precio del papel sigue al alza, los impresos terminen por volverse artículos de lujo, caprichos decadentes por los que uno pasa los dedos con el mismo gesto infatuado de connoisseur con que se aprecian las cubiertas de pergamino o piel de cerdo.

Soporte de una revolución cultural sin precedentes, el papel tiene más prestigio que el silicio o el plasma de las pantallas

AMENAZADO POR LA AVALANCHA DIGITAL, pero sobre todo por sus altos costes de producción y su impacto ecológico (fabricar una bolsa de papel consume más energía que una de plástico), no sería extraño que el papel se convierta en una exquisitez —una rebuscada superstición del pasado—, y que ni los sobres ni los diplomas ni los empaques ni las libretas nos ofrezcan nunca más su incomparable textura, esa superficie íntima e incitante sobre la que podemos hacer una confesión o jugar al gato. Así como los periódicos remiten a rituales de una era enterrada (café y lectura, pero también cucuruchos para encender el bóiler), tal vez no falte mucho para que estrujar un documento y hacerlo bola sea equiparable al desplante de prenderle fuego a un billete de cien dólares...

Las bodas de papel conmemoran el primer aniversario de un matrimonio, quizá porque el lazo es aún demasiado frágil y depende de un documento.

Pero dada su carestía, no puede descartarse que todo cambie de signo y acaben por significar lo que ya es casi impensable en una pareja: cumplir una década sin rasgaduras fatales.

Soporte de una revolución cultural sin precedentes, el papel tiene más prestigio que el silicio o el plasma de las pantallas; no por nada es el material fetiche por excelencia. Sin contar la fascinación que despierta un fajo de billetes, lo que más se colecciona está atravesado por sus fibras: manuscritos, primeras ediciones, fotografías, dibujos, autógrafos, grabados, timbres postales, tarjetas deportivas... Una carta robada, un legajo en un desván o un códice bajo tierra son sólo pasto de la humedad y las polillas hasta que alguien descubre su importancia para reordenar el rompecabezas de la historia.

Confieso mi debilidad por rodearme de papeles, y reconozco que con tal de pertrecharme bajo más capas me encantaría contar con puertas corredizas japonesas —de las llamadas shōji—, biombos de pura sugerencia que sirven de pantalla para el teatro de sombras de la vida diaria. Supongo que sería muy fatigoso conseguir a un fabricante adecuado, sin mencionar que ya las paredes de los edificios se antojan tan delgadas e indiscretas como para andarse con exotismos.

Antes de su producción industrial, el papel fue un bien escaso y caro. Maravilla plegable, maraña vegetal domesticada, paréntesis blanco para la escritura, ya se elaborara de papiro o de maguey, de algodón o del árbol de amate, de piel de cordero o de capullos de gusano, el proceso era tan laborioso que los pliegos se reservaban a pocos elegidos, a menudo para ceremonias religiosas y no tanto para escribir.

HANS LENZ, EL GRAN CONOCEDOR del papel tradicional mexicano, apunta que los aztecas, al igual que otras civilizaciones antiguas como la china, no lo empleaban únicamente para relatar la historia de sus héroes y dioses, sino para “el adorno de las piras funerales, para atavíos de los dioses y para sus sacrificios”. La significación espiritual del papel en México, que solía llevarse como pasaporte al inframundo, superaba su uso práctico, y alcanzó tal demanda que los pueblos conquistados debían rendir tributo al imperio un par de veces al año. Francisco Hernández, en su Historia de las plantas de Nueva España, describe en el siglo XVI la producción del papel amate en Tepoztlán; sorprende el parecido con la técnica y los instrumentos utilizados en Oceanía, prueba de un intercambio cultural anterior a Colón.

El papel debe blanquearse y alisarse. Salvo en los de arroz o algodón (en Oaxaca se aprovecha el algodón coyuche del pochote o ceiba pentandra), la pulpa resulta en una estofa de color café, a la cual hay que preparar con capas finas de tiza para que no absorba demasiado la tinta. Sus propiedades mecánicas facilitan uno de sus atributos principales: el pliegue. Ningún material es tan propicio para esa función, crucial en la concepción del libro como códice, pero también en la invención del sobre, el abanico y, claro, el origami. Si bien algunas fibras se quiebran, otras permanecen intactas y permiten el doblez. Basta juntar los extremos de una hoja y presionar para que se forme una zona oculta que da lugar al secreto. Gran parte del placer de recibir un regalo deriva del acto de desenvolverlo, y quizá nuestra noción de la literatura sería muy distinta si no tuviéramos que dar vuelta a las hojas de un libro.

Hacía mucho que no escribía a mano. Para redactar este texto he vuelto a los fundamentos, aunque no he exagerado al punto de empuñar una pluma de ganso. Acaso porque todo el tiempo he sido consciente de la tarea, fui notando que la escritura se volvía más sensorial y palpable y que la huella de tinta, además de crear un significado, también era el registro de una acción. Las incisiones sobre la superficie, así como los límites físicos de la hoja —mi letra se hace más pequeña a medida que me aproximo al borde inferior—, dotan de una dimensión espacial a todo el ejercicio, como si el dibujo de cada letra me revelara que el papel no sólo es un material extraordinario, sino también un lugar, un lugar habitable.