La disolución del Estado Cultural

En menos de dos años de gobierno, la política de austeridad y reducción del aparato estatal ha cancelado diversas opciones que apoyaron o regularon la participación ciudadana en decisiones y asuntos estratégicos
para la sociedad. Uno de los rubros castigados es el sector cultural. Con episodios virtuosos y penosos, el pacto
que durante un siglo mantuvo el Estado que emanó de la Revolución como su promotor y difusor,
de la mano de intelectuales y artistas, termina de un tajo con la llamada 4T. Esto es motivo de un malestar
en la cultura mexicana, donde las pérdidas —el caso de los fideicomisos es el más reciente— hoy parecen irreversibles.

Diego Rivera, Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, mural, detalle, 1947.
Diego Rivera, Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, mural, detalle, 1947.Fuente: inba.gob.mx
Por:

En cuanto escritores de nuestra actualidad, no estamos investidos de un cargo por la gracia de un rey o de un dios. No somos los mensajeros de lo absoluto, sino individuos con oído para las detonaciones de nuestra propia época.

Peter Sloterdijk 

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Hace un siglo comenzó la construcción de lo que ahora reconocemos como el Estado Cultural mexicano. Fechar su aparición en 1920 no es arbitrario, toda vez que ese año, a pesar de no haber amainado la violenta polvareda levantada por la Revolución Mexicana, los legatarios de ésta en el poder formulan entre sus prioridades la educación y el reforzamiento de la identidad nacional a través de la movilización de un reducido pero resuelto contingente de intelectuales y artistas. A partir de ese momento serán ellos quienes asumirán, con más vehemencia que recursos, la conducción y el desarrollo de diversos proyectos dentro de la naciente estructura estatal posrevolucionaria.

En 1920 —escribe Octavio Paz— la Revolución era joven y llamó a los jóvenes, sobre todo a los que sabían leer y escribir: el país había sido destruido y había que reconstruirlo o, más exactamente, construirlo, hacerlo de nuevo. Todos tenían la sensación de que otro México iba a nacer entre las cenizas del antiguo.1

Toda una generación de creadores y gente de letras se volcó hacia la empobrecida y todavía convulsa sociedad mexicana para llevar la palabra, las imágenes y la esperanza del cambio.

Afirmar, no obstante, que el Estado Cultural surgió de la nada sería tanto como mitologizarlo, pues obviamente tiene diversas raíces en los diferentes emprendimientos, publicaciones, asociaciones e iniciativas —ante todo privadas y luego públicas— que van por lo menos desde la Academia de Letrán (años treinta del siglo XIX), hasta la obra de los científicos en el Porfiriato. Pasan por distintas generaciones de creadores e intelectuales en un arco que arranca, luminoso, con los pensadores, escritores e ideólogos liberales de la República Restaurada, hasta los ateneístas y ese otro grupo que, más allá de Vasconcelos, será el artífice de algunas de las instituciones fundamentales del México moderno.

Enrique Krauze alguna vez definió el perfil de esa generación (la de 1915) y enlistó lo que fueron sus realizaciones:

Son hombres de fe razonada, no de entusiasmo indeterminado. Desechan la “violencia creadora” que acuñó Vasconcelos; se quedan con la creación. Como nuevos misioneros dejan en México la huella de sus fundaciones. El edificio institucional que habitamos es todavía el que ellos construyeron.2

Se refiere al Banco de México, institutos de Investigaciones Sociales, de Física, Antropología, Cardiología, El Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI, por mencionar algunos que sirvieron a su vez para el surgimiento de otras muchas instituciones como el Conacyt y el CIDE, que hoy juegan un papel muy relevante en la investigación científica y social, y cuyos fideicomisos están siendo aniquilados de un plumazo por el actual gobierno.

DE LA CULTURA OFICIAL A LA CRÍTICA

De este entramado institucional surgió también un tipo de relación singular entre el poder y los intelectuales que tendrá en su desarrollo lo mismo coincidencias que diferencias, proximidades y tensiones, afinidades y desencuentros que irán de la mano de las dos principales tendencias que se configuran muy claramente desde los años veinte y treinta del siglo XX en la cultura: cosmopolitismo y nacionalismo.

Es innegable que en esa primera etapa la producción de una cultura oficial —la exaltación del pasado prehispánico, los baluartes artísticos del país, las gestas heroicas y los mitos que circundan la grandeza nacional— dominó en buena medida la relación del Estado con los intelectuales y artistas.

Ya la República Restaurada (1867-1876) había conocido los antecedentes de una cultura oficial, pero sin duda el nacionalismo revolucionario tuvo otros alcances, luces y sombras que devendrán obstáculo o sometimiento abierto para el ejercicio de la crítica. El mundo agrario, en primer lugar, y luego el creciente ámbito proletario conforman ese mitológico pueblo que el autoritarismo político y aun los sectores acomodados no dejarán de explotar real y discursivamente.

El enlace entre intelectuales y poder asigna a los primeros la tarea de divulgar y sobre todo loar la obra cultural de la Revolución Mexicana. En ese ambiente, tal y como lo señala Ricardo Pérez Montfort,

... raros fueron los casos de los creadores que se mantuvieron independientes del Estado. Desde las esferas del gobierno se promovió, se premió o se marginó tanto a pintores como escritores, a músicos y teatreros, a bailarines y cineastas.3

Al tiempo que el presidencialismo autoritario (“y popular”) se despliega, la disidencia intelectual y artística busca o genera espacios propios. Estas experiencias no siempre tienen un final feliz, pero son indicativas del propósito de un sector de la inteligencia para romper la unanimidad oficial o bien, simplemente, para ejercer su libertad artística e intelectual. Un caso ejemplar es la revista Examen, que a raíz de la publicación de unos fragmentos de la novela Cariátide, de Rubén Salazar Mallén, enfrentará un juicio por “faltas a la moral”.

El país se hizo más plural, y el Estado mexicano lo tuvo que ir aceptando, no sin reparos ni trances represivos que marcaron la etapa previa a la reforma política

Examen no puede publicar más que tres números. Cierra en 1932 y desemboca en la renuncia de Jorge Cuesta (director de la revista) a la Secretaría de Educación Pública. Exhibiendo el odioso elitismo del que tanto abominan los intelectuales oficialistas, Cuesta se burlará de las circunstancias que rodean la mojigata persecución que lo llevó hasta los tribunales (donde resultó absuelto):

Debo advertir, aunque sea ocioso para nuestros lectores, que Examen es una revista que sólo circula entre un reducido grupo de personas inteligentes [...] que la novela publicada no pertenece a una clase literaria diferente a la que llena sus páginas, esto es, la más seria y la más impopular, y que por consecuencia, nunca se pretendió que esta novela llamara la atención del vulgo.4

El caso de Examen —como otras experiencias de censura o abierta persecución que tendrán lugar en las décadas siguientes— muestra los límites del gremio intelectual frente a un Estado que ya empieza a ser el “ogro filantrópico” que definirá Octavio Paz: una burocracia no monolítica, ciertamente, que se debate entre “rivalidad, complicidad, alianzas y rupturas”, para sostener un régimen de partido único de carácter patrimonialista, y que se cree dueño también de la cultura. Sin embargo, también es un caso que anticipa el horizonte que otearía Octavio Paz a finales de los años setenta: “Por fortuna, México es una sociedad más y más plural y el ejercicio de la crítica —único antídoto contra las ortodoxias ideológicas— crece a medida que el país se diversifica”.5

El país, efectivamente, se hizo más plural y diverso, y el Estado mexicano lo tuvo que ir aceptando, no sin reparos ni trances violentos y represivos que marcaron la etapa previa a la reforma política.

DOS REVISTAS CONSERVADORAS

Luego del sangriento episodio del 2 de octubre de 1968, la crítica se abrió paso en los años setenta desde una plataforma inherente al mundo cultural, el periodismo. Del golpe a Excélsior emergerán varios proyectos que cambiarán para siempre la conversación pública: Proceso, Vuelta y Unomásuno reanimarán la exigencia de reformar la vida política nacional y abrigarán múltiples espacios de crítica en todos los terrenos. Poco después, Nexos profundizará el debate en esta dirección, convocando particularmente a la izquierda universitaria y generando un renovado interés por la historia y los estudios políticos, sociales y económicos que han sido claves en nuestra transición democrática.

No obstante, en la Nueva Historia General de México se comenta:

En 1976, bajo la tutela de Octavio Paz, surgió Vuelta, que terminó con la muerte de su fundador, pero tuvo como sucesora inmediata a Letras Libres, bajo la dirección de Enrique Krauze. Desde una perspectiva ligeramente distinta, menos conservadora, se mantiene Nexos, revista fundada en 1978.6

Es interesante la caracterización que hicieron los autores (Graciela Márquez, actual secretaria de Economía, y Lorenzo Meyer), de Letras Libres y Nexos: ésta “menos conservadora” que la primera. Si bien el apartado que elaboraron sobre la cultura es un mero recuento de obras, autores y premios, a la manera de un almanaque, sorprende que las dos publicaciones que trajeron en este periodo (y hasta hoy, por fortuna) más ideas frescas en el terreno de la crítica cultural y la literatura, así como del pensamiento político nacional e internacional, sean vistas como conservadoras, una “menos” que la otra.

La más somera revisión de las temáticas y los autores que ambas publicaciones han reunido en sus páginas, a lo largo de su existencia, bastaría para apreciar su contribución al ensanchamiento del horizonte crítico nacional y a algunos de los debates que siguen marcando la agenda pública: desigualdad y pobreza, feminismo, vida democrática, investigación científica, TLC, libertades, violencia, medio ambiente y un largo etcétera.

Conservadoras es como vuelven a ser definidas, pero ahora por el presidente López Obrador, anunciándose así el retorno hacia un pasado autoritario en el que las amenazas y la censura (a través de diversos controles, como el papel o la publicidad) fueron el sello distintivo.

ESTIGMATIZACIÓN Y DESMANTELAMIENTO

Junto a la globalización que transformó las nociones de lo local y lo nacional llegaron las nuevas tecnologías que nos instalaron en la hipercomunicación. Fue en ese marco de los años noventa cuando surgió el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, antecedente inmediato de lo que es hoy la Secretaría de Cultura, y un instrumento que vino a dar un nuevo dinamismo e incluso certidumbre a muchos artistas y creadores, el Fonca.

Este Fondo Nacional para la Cultura y las Artes nació con la leyenda negra de haber sido creado por el régimen de Carlos Salinas de Gortari para cooptar políticamente a la inteligencia nacional. Lo cierto es que este objetivo, si existió, nunca se materializó. Por el contrario, la heterogeneidad de los que han alcanzado una beca ha sido proverbial y el balance histórico, con todos los defectos y problemas que se han ventilado cada vez que se debate la existencia del Fonca, ha sido positivo sobre todo cuando se considera que muchas novelas, traducciones, poemas, intervenciones, esculturas y pinturas, obras de teatro y filmes, entre otras expresiones artísticas, no se habrían concretado sin su apoyo.

Pero más allá de las becas, el ambiente que ya se había establecido desde hace al menos tres décadas era uno donde, como apunta Rafael Rojas, “no sólo había disenso y crítica desde instituciones y editoriales financiadas por el gobierno. También existía una red de periódicos y canales de radio, cine y televisión que, con apoyo del Estado, facilitaban el debate de ideas”.7

Mientras escribo esto parece inminente la desaparición o drástica disminución presupuestal de un conjunto de fideicomisos que dan soporte a buena parte de la investigación científica del país. Jean Meyer acaba de evocar, acaso de forma premonitoria, la siniestra respuesta que se le dio a Antoine Lavoisier cuando, habiendo sido condenado a la guillotina, solicitó permiso para culminar un experimento: “La república no necesita científicos”.8

La 4T tampoco, por eso sus legisladores han aprobado la extinción de más de cien fideicomisos relacionados con ciencia y tecnología, dejando sin recursos a 26 centros de investigación y dañando directamente el trabajo de cientos de mujeres y hombres de ciencia en el país.

Más allá de las becas, el ambiente que ya se había establecido desde hace al menos tres décadas era uno donde, como apunta Rafael Rojas, no sólo había disenso y crítica desde instituciones y editoriales financiadas por el gobierno 

LA DISOLUCIÓN

La trayectoria del Estado Cultural mexicano es compleja y rica en matices. En muchos momentos, su crecimiento y desarrollo ha tomado la delantera con respecto a otros espacios institucionales. No es extraño, si consideramos la naturaleza de sus actividades y la savia que las alimenta: ideas, imaginación, diálogo, diversidad, poderes inmateriales todos que confluyen en la creatividad y talento de nuestros artistas, poetas, escritores y ensayistas.

No podemos idealizar el desarrollo del Estado Cultural, pero es un hecho que se trata de una de las mejores edificaciones institucionales del último siglo, sobre todo por su pluralidad y capacidad para representar los diversos intereses y perspectivas que necesariamente se confrontan en el terreno de las ideas y el quehacer cultural.

Nunca ha sido generoso el presupuesto de este sector y nunca tampoco se ha alcanzado siquiera el recomendado internacionalmente para apoyar la investigación científica. Es cierto, pero ahora sobre esas deficiencias se profundiza la centralización presupuestal (obstinada en sacar adelante el megaproyecto de Chapultepec, una suerte de Dos Bocas en el terreno cultural) y se decide la eliminación de los fideicomisos para la ciencia, mientras se prosigue con una política cultural plagada de acciones propagandísticas que privilegian la “cultura comunitaria”, antes que las necesidades de los artistas y los promotores culturales.

Infortunadamente, la disolución del Estado Cultural está en marcha. Se lo destruye no para sustituirlo por otro modelo de largo aliento, sino para secundar la lógica de desmantelamiento que ya se aplica frente al conjunto del aparato estatal y para obedecer los dictados ideológicos de la Presidencia de la República: primero los pobres, es decir, las clientelas que son la preocupación fundamental de su proyecto; y primero, también, los elefantes blancos y megalodontes de su administración.

Duele el estancamiento institucional, las oficinas como cascarones fantasmales sin proyecto, la improvisación y las tareas inútiles. Indigna la regresión burocrática y autoritaria que castiga —en el espacio mismo de la cultura, para nuestro horror— la disidencia crítica y premia el servilismo y la obsecuencia. Pero más grave y lastimoso aún es el antiintelectualismo echado a andar, porque cultiva un resentimiento que se acerca peligrosamente al fascismo. Y como todos sabemos, o deberíamos saber, no hay cultura y arte libres que puedan florecer en este entorno.

Notas

1 Octavio Paz, “Las ilusiones y las convicciones”, en México en la obra de Octavio Paz, FCE, México, 1987, p. 339.

2 Enrique Krauze, “Los temples de la cultura”, en Los intelectuales y el poder en México: memorias de la VI Conferencia de Historiadores Mexicanos y Estadounidenses. Intellectuals and Power in Mexico, coordinadores: Roderic A. Camp, Charles A. Hale y Josefina Zoraida Vázquez, El Colegio de Mexico / University of California, México, Los Ángeles, 1991, p. 586.

3 Ricardo Pérez Montfort, “La cultura”, en 1930-1960. México. Mirando hacia dentro, tomo 4, Colección América Latina en la historia contemporánea, Fundación Mapfre-Taurus, Madrid, 2012, p. 279.

4 Víctor Peláez Cuesta, Jorge Cuesta. Entre poesía y crítica, Instituto Veracruzano de la Cultura / Secretaría de Cultura, México, 2018, p. 149.

5 Octavio Paz, “El ogro filantrópico”, en México en la obra de Octavio Paz, op. cit., p. 323.

6 Graciela Márquez y Lorenzo Meyer, “Del  autoritarismo agotado a la democracia frágil, 1985-2010”, en Nueva historia general de México, varios autores, El Colegio de México, México, 2010, p. 773.

7 Rafael Rojas, “¿Se derrumba el Estado Cultural mexicano?”, The New York Times, 26 de agosto, 2020.

8 Jean Meyer, “La república no necesita científicos”, El Universal, 27 de septiembre, 2020.