Elvis, de Baz Luhrmann

Filo luminoso

Elvis, de Baz Luhrmann
Elvis, de Baz LuhrmannFuente: spicypulp.com
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Elvis Presley murió en 1977, a los 42 años.

Su cuerpo abotagado, embutido en overoles de altos cuellos y capas esperpénticas decoradas con lentejuelas, así como sus lentes oscuros metálicos y sus patillas, han sido emblemas de su memoria durante cuatro décadas. Aun cuando hemos tenido la suerte de evitar sus comedias románticas y películas dramáticas de la década de los sesenta (alrededor de treinta), es imposible evadir a los ejércitos de imitadores que siguen multiplicándose misteriosamente. No han faltado los homenajes, algunos decentes como Elvis (John Carpenter, 1979) y otros terriblemente fallidos como Elvis & Nixon (Liza Johnson, 2017); sin embargo, no sorprende que un cineasta tremendista y desmesurado como Baz Luhrmann se aventurara a canalizar una vez más a este mito planetario en Elvis (2022), que no oculta su frenesí celebratorio.

La ambición del cineasta aparece desde la primera toma, con su evidente referencia al Ciudadano Kane (Welles, 1941). En ella vemos por primera vez al narrador de la cinta, Andreas van Kuijk, alias El Coronel Tom Parker (Tom Hanks bajo veinte kilos de maquillaje y una nariz desmesurada), caer entre su memorabilia y ser enviado a un hospital en Las Vegas donde comienza su recuento diciendo: “Yo soy el hombre que le dio Elvis Presley al mundo”. Tom, quien fue el agente de Elvis durante casi toda su carrera, se defiende desde su lecho de muerte, hablando a la cámara, de las acusaciones de haber explotado, extorsionado, manipulado y eventualmente llevado a la estrella a una muerte temprana. Luhrmann elige de esa manera ofrecernos la historia de Elvis desde el punto de vista de una figura mefistofélica. El recurso es una elección extraña, pero brinda al director y sus coguionistas (Sam Bromell, Craig Pearce y Jeremy Doner) la oportunidad de desentenderse de la vida interna y emocional de Elvis, mostrarlo como un cascarón emocional con el desapego de quien lo considera una máquina de dinero. A Tom tan sólo le preocupa controlar a Elvis al cien por ciento, cobrándole el cincuenta por ciento de sus ganancias. Además, entre su narración en off y las imágenes voluptuosas, volátiles e incandescentes de Mandy Walker, se crea una especie de narración dialéctica.

Por un lado se le presenta como una figura dionisiaca, con un atractivo andrógino, y por el otro es un muchacho ingenuo

NO HAY REVELACIONES, novedades ni propuestas originales en esta biopic, sino tan sólo un vertiginoso recorrido, como un vendaval furioso, por casi toda la vida de Elvis. No es raro reciclar a una figura legendaria e inocularla con las preocupaciones y modas contemporáneas. Aquí la celebración elegiaca del Rey del Rock se convierte oportunamente en un reconocimiento de su influencia al rescatar la música negra para el rock, en un tiempo de racismo brutal. Se enfatiza, hasta volverla el leitmotiv de la cinta, la fascinación que siente Elvis niño (Chaydon Jay) al descubrir tanto el blues de Big Boy Crudup (Gary Clark, Jr.) como el góspel en una iglesia pentecostal. Esas dos influencias de la cultura negra eventualmente se convierten en el origen de lo sacro y lo profano en su música. Elvis aparece como alguien reconocido y admirado en la calle Beale de Memphis, amigo y admirador de B. B. King (Kelvin Harrison), que respeta el trabajo de Big Mama Thornton (Shonka Dukureh), Sister Rosetta Tharpe (Yola) y muy particularmente de Little Richard (Alton Mason).

Elvis está situado en esa coyuntura artrítica entre la tradición de la ruptura de la modernidad y la represión fundamentalista. Por un lado se le presenta como una figura dionisiaca, un joven con un atractivo andrógino (un traje demasiado amplio y rosado, maquillaje, cabello estratégicamente caótico), cargado de una virilidad imponente, y por el otro es un muchacho ingenuo obsesionado en darle una mejor vida a su madre, Gladys (Helen Thomson), y a su padre, Vernon (Richard Roxburgh), lo cual se traduce en un Cadillac rosa y la mansión Graceland. Asimismo, Elvis (notablemente interpretado por Austin Butler) aparece como un rebelde que no teme a la autoridad en el sur estadunidense, en un tiempo de segregación racial y pánico moral. Su música adopta ritmos negros, coloreada con resonancias de country y western, lo cual es suficientemente provocador y pone en alerta a las autoridades en la década de los cincuenta. Además, en el escenario despliega vibraciones de caderas, contoneos eróticos y una pelvis ciclónica capaz de hipnotizar a las masas y ocasionar auténticos ataques orgásmicos a buena parte de las mujeres del público, que como describe Tom: “... tienen sensaciones que ellas mismas no saben si deberían disfrutar”.

EL IMPACTO DE ELVIS en las relaciones raciales, la represión sexual, el fundamentalismo religioso y la ambición monetaria fue sin duda un choque eléctrico que despertó a la sociedad del letargo de la postguerra. Al ofrecer la perspectiva de Tom vemos estos cambios como la transición de un mundo que se entretenía con espectáculos de carnaval y fenómenos de circo a uno que descubría el culto de la fama, el rock and roll y el merch o la mercancía temática. Parker reconoce que no sabe nada de música pero le basta ver a Elvis en concierto para entender que es “una probada de la fruta prohibida” y que se conecta a la perfección con su experiencia carnavalesca. Lamentablemente, para el Coronel el trabajo, la creatividad y el talento artístico son irrelevantes ante el espectáculo. Bajo su control Elvis termina aplastado bajo montañas de alimentos chatarra, barbitúricos y vidriantes. Un símbolo más de la rebelión juvenil es convertido en sinónimo de consumo, ridículo y exceso.

Ahora bien, es necesario cuestionar el revisionismo piadoso de Luhrmann, quien presenta a Elvis como una especie de liberal progresista, que ante el asesinato de Martin Luther King Jr. trata de involucrarse políticamente y recuperar el control de su imagen e ideas, sin embargo el Coronel no se lo permite. El director olvida convenientemente la admiración que sentía Elvis por Nixon y sus posiciones burdamente retrógradas, su odio a los degenerados rocanroleros ingleses, su obsesión con las armas y su relación con Priscilla (Olivia DeJonge), durante su servicio militar en Alemania, cuando ella tenía 14 años y él, 24.

Asimismo, el hecho de presentar con ingenuidad a un Elvis convertido en el salvador blanco de la cultura negra, en el mundo post-La La Land (Damien Chazelle, 2016), es el mayor anacronismo de una película repleta de anacronismos. El ascenso y la caída de Elvis, el desperdicio de oportunidades, su incapacidad para mantenerse vigente después de la “invasión británica” (y en particular de los Beatles), su caída en las drogas y sus años finales en Las Vegas, son culpa del Coronel. Así, la tragedia se reduce a una especie de maldición de cuento de hadas. Elvis es una meticulosa reinvención higiénica del Rey del Rock y una justificación innecesaria de su caída al infierno del kitsch.