Los embrollos de la cinta adhesiva

Fetiches ordinarios

Cinta adhesiva vintage.
Cinta adhesiva vintage.Fuente: Wikimedia Commons
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Vendaje de celofán, emplasto traslúcido de última tecnología, el abuso de la cinta adhesiva no tarda en convertir en momia todo lo que toca. Como si las roturas del mundo fueran auténticas heridas por las que se desangra la realidad, hay quien lleva consigo un carrete de cinta mágica para reparar las grietas y fisuras que encuentra a su paso, para reunir los fragmentos de cualquier papel hecho trizas, en un afán de remiendo y sutura que suele terminar en un pegoste abominable.

Si en el terreno de la restauración hay ejemplos tan fallidos que se antojan vanguardistas —el Eccehomo del Santuario de la Misericordia, en Zaragoza, nos dejó atónitos a todos—, no pasa un día sin que las composturas caseras produzcan aberraciones semejantes, sólo que menos mediáticas, envueltas en capas de película acrílica y emulsiones pegajosas.

Mientras que la técnica ancestral del kintsugi, en Japón, se esmera en poner de manifiesto las fracturas, en señalar remiendos y nuevas uniones con materiales preciosos como parte de la historia del objeto y de sus accidentes, la medida salvaje del diurex, quizá porque apela a la transparencia falaz de sus materiales, procura más bien el ocultamiento de la grieta, su disimulo y restañadura sin apenas dejar huella, ilusión vana que sólo consigue enfatizar la plasta plástica que añade.

TANTO CELO POR DISFRAZAR la rotura, por fingir que no ha pasado nada y, a la larga, por el desvanecimiento de la cicatriz (en España se denomina celo a lo que en casi toda América se conoce como scotch) quizá se relacione con el principio de la doble cara por el que se rige la cinta adhesiva: un lado adyacente y promiscuo, otro impermeable y pulcro. A diferencia del hilo, del pegamento o de metales como el estaño, en que la sustancia reparadora es uniforme y carece de anverso y reverso, la cinta promete restablecer lo roto cubriéndolo con una capa que hace las veces de segunda piel.

Si es, en algún sentido, mágica, se debe a la capacidad de articular dos órdenes contrapuestos de las cosas —lo seco y lo húmedo, lo liso y lo pegajoso— de una forma sencilla y asombrosa; esto ha llevado a autores como Steven Connor a afirmar que, por más anodina que parezca a primera vista, la cinta adhesiva es en realidad una máquina filosófica. A excepción de las versiones doble cara, en que ambas superficies son adherentes, la parte manipulable y reluciente contrasta con la otra, pringosa y más opaca, que realiza el trabajo a nivel molecular, creando nuevos enlaces. Ese principio emparienta a la cinta aislante con la quirúrgica, a la gaffer con la canela, y tan decisivo como su poder aglutinante es la promesa, presente en todas, de envolver y sellar, de preservar las cosas de daños ulteriores gracias a una película enrollable y cariciosa, que parcha y arropa; lo cual ha propiciado iniciativas tan desesperadas como detener la fuga de una tubería con masking tape...

Mientras el kintsugi, en Japón, se esmera en señalar remiendos... el diurex procura el ocultamiento de la grieta

Como una continuación del placer por lo pegajoso que desarrollamos en la infancia, además de embadurnarme las manos con capas de resistol o de hundir los dedos en tarros de mengambrea, recuerdo haber pasado horas interminables jugando con un carrete de diurex. A estas alturas, me temo que habré invertido más tiempo en buscar la punta de la cinta que en cualquier otra actividad lúdica con ella, recorriendo su superficie con la uña en busca de ese borde indiscernible y mil veces maldito que parece haberse fundido con el resto del cuerpo; pero reconozco que uno de esos juegos de niño no ha dejado de maravillarme.

En caso de conseguir manipularla sin demasiado embrollo —incluso las máquinas filosóficas o, sobre todo ellas, propenden al enredo y al estropicio—, se puede formar una banda de Möbius con un medio giro y la unión de los extremos. Si uno desliza el dedo a todo lo largo, a pesar de que, en teoría, la banda sería un ejemplo topológico de una superficie no orientable que sólo posee una cara, la yema descubre el salto de lo liso a lo pegajoso y de vuelta a lo liso, hasta que la banda se adhiere a sí misma, pierde sus propiedades matemáticas y se convierte en un mazacote pegadizo del que sólo podemos deshacernos mediante un papirotazo.

LOS MÉDICOS DEL ANTIGUO EGIPTO utilizaban vendajes bajo el mismo principio de las dos caras: la tira de tela se impregnaba de grasa y miel, de almidón y resinas, con el fin de envolver la zona enferma. En contacto con la piel, la parte húmeda actuaba como bálsamo, al tiempo que creaba una coraza tersa que protegía y preservaba. Las cualidades restaurativas de esa técnica llevarían a que se probaran sus efectos en el tránsito hacia el Más Allá, lo que tal vez explique que cada vez que aplicamos un pedazo de diurex haya cierto aire de embalsamamiento y vuelta a la vida. No desprende un aroma a azafrán o cardamomo, no remite a la canela, el nardo o la mirra de antaño, y sus efluvios tienen ese no sé qué artificial y adictivo del olor a nuevo, pero ¿quién no ha intentado salvar con ella a un muñeco roto?, ¿quién no ha improvisado un lápiz como carrete, enrollándole mil vueltas de cinta por si se ofrece?

Con el paso del tiempo, por más limpio e invisible que haya sido el remiendo, se formará una cicatriz. A diferencia de la silueta fantasmal de una herida en la piel, aquí la cicatriz sigue el contorno rectilíneo del emplasto, que al envejecer se torna escamoso y amarillento, como una capa reseca de epidermis, que a veces se desprende sola, pero otras hay que removerla con cuidado, en una operación casi quirúrgica. Los tonos pardos de la cinta rancia, así como su textura de pellejo o de uña enterrada, remiten a los tiempos no tan lejanos en que el pegamento se creaba a partir del gluten que desprenden las pezuñas y los huesos hervidos (tanto el francés glu como el inglés glue recogen la raíz latina que vincula las proteínas viscoelásticas con el pegamento).

Aunque muchos libros se hayan salvado del deterioro gracias a que fueron forrados con dedicación escolar, y haya mapas que todavía se despliegan gracias a una retícula de diurex en sus dobleces ajados, las huellas de cinta constituyen una de las máculas más odiosas en el ámbito del coleccionismo. Retirarlas pone en riesgo el papel —en particular las partes impresas—, mientras que pasarlas por alto equivale a rendirse ante una intervención barbárica, tan escandalosa como la del Eccehomo (y mucho más común).

Pero los gustos cambian y la cinta adhesiva es un invento reciente, que no ha cumplido siquiera cien años. No es impensable que, en uno o dos siglos, sus marcas serán comparables a la pátina y se apreciarán tanto como las cicatrices del kintsugi.