Escritoras y escrituras del siglo XXI
En el presente ensayo abordaré brevemente a algunas escritoras hispanoamericanas vinculadas entre sí a través del interés por la opresión y la dominación como alimento de sus ficciones; del desencanto respecto a lo real que las afilia con la tradición de la literatura como el discurso radical de la inconformidad; del renovado interés por el cuento, excelente noticia en un mercado dominado por la novela. Muy importante, en sus textos se nota un imaginario internacionalizado que se alimenta de distopías, resonancias de apocalipsis y ruptura con el relato heroico de la mujer que se encuentra a sí misma en la realidad de la discriminación, tan presente en las grandes escritoras de los últimos dos siglos. He escogido en esta oportunidad novelas y libros de cuentos con una carga de violencia extrema como hilo conductor, de autoras como María Fernanda Ampuero, Gabriela Cabezón Cámara, Liliana Colanzi, Mariana Enríquez, Ariana Harwicz, Rita Indiana, Fernanda Melchor, Mónica Ojeda y Karina Sainz Borgo.
ANTES DE IR al grano, no sobra recordar que la preeminencia actual de las mujeres hispanoamericanas en el circuito editorial transnacional y de premios importantes en lengua española es la consecuencia de un largo camino de escritoras que confiaron, como confían todas las antes mencionadas, en su capacidad de leer y reinventar los lenguajes que respiran en la circulación cultural internacional. No hay que menospreciar en la variedad, calidad y presencia de estas escritoras que publican en el siglo XXI, el peso del genio de sus antecesoras en diversas lenguas, desde Mary Shelley, Jane Austen, Emilia Pardo Bazán y las hermanas Brontë hasta María Luisa Bombal, Margaret Atwood, Doris Lessing, Úrsula K. Le Guin, Patricia Highsmith, Toni Morrison, Clarice Lispector, Natalia Ginzburg, Elsa Morante, Marguerite Yourcenar, Marguerite Duras, Simone de Beauvoir, Rosario Castellanos, Elena Poniatowska, Teresa de la Parra, Nellie Campobello, Margo Glantz, Carmen Boullosa, Luisa Valenzuela, Liliana Hecker, Elena Poniatowska, Gioconda Belli, Nadine Gordimer, Armonía Somers, Piedad Bonnet, Ana Teresa Torres, Victoria de Stefano, Nuria Amat, Almudena Grandes. No se trata de lecturas e influencias posibles sobre las autoras que son tema de estas líneas, que puede sin duda haberlas, sino de la construcción de un camino amplísimo para la superación de los obstáculos críticos y editoriales. Detrás de las autoras que definen el siglo XXI destellan también, por supuesto, las que no pudieron escribir con su nombre y firmaron con seudónimo masculino, entre ellas Charlotte Brontë, quien publicó Jane Eyre bajo el seudónimo de Currer Bell, al igual que su hermana Emily, quien publicó la increíble Cumbres borrascosas como Ellis Bell.
Entre paréntesis, para no perder esta tradición británica de menospreciar ya no el talento sino el poder de ventas de las mujeres, Joanne Rowling publicó como J. K. Rowling su ciclo sobre el mago Harry Potter, modelador de la sensibilidad de millones de niños y jóvenes en todo el mundo y éxito de mercado fuera de serie. Aunque la literatura de Rowling se dirige (en principio) a públicos distintos a los de las escritoras de las que se hablará aquí, el hecho de que las mujeres vendan bien no es un detalle menor. Antes lo habían logrado, en los años ochenta y noventa, Isabel Allende, Laura Esquivel y Ángeles Mastretta, que nunca han sido especialmente favorecidas en cuanto a su calidad por la crítica especializada —aunque Mastretta se haya ganado un muy controversial Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos—, ni por los escritores varones. Roberto Bolaño afirmó que “Isabel Allende sólo es una ‘escribidora’”,1 como una confirmación de que existía una brecha entre los talentosos y experimentales varones y las tradicionalistas y muy leídas mujeres. El éxito literario femenino se relacionaba con Barbara Cartland, Corín Tellado y, en el mejor de los casos, con Agatha Christie y la inmensa Patricia Highsmith.
ESTAS DISCUSIONES quedaron atrás, para bien de la literatura. Además del camino abierto por otras narradoras desde el siglo XIX hasta la actualidad, referente de la buena recepción respecto a ventas, a las escritoras actuales las ha ayudado la crítica favorable de su trabajo y el feminismo convertido en fenómeno cultural masivo —cantantes como la española Rosalía, el movimiento #MeToo, el performance “El violador eres tú”—, el cual potencia en la vida pública su ya ganado ascendiente en el mundo de las Ciencias Sociales y las Humanidades y sus innegables triunfos hasta el día de hoy.
La voz de la mujer como autora tiene un público preparado e interesado en escucharla, con nuevas y viejas generaciones que en medio siglo han repensado sus propios prejuicios
y omisiones. En la palestra pública se discute permanentemente la presencia o ausencia de la mujer tanto en la ciencia y la tecnología como en la literatura, la música y el cine. Igualmente se señalan las diferencias de salario respecto de los hombres o la infrarrepresentación femenina política y gerencial. Resuenan las quejas por la desigualdad económica, el acceso a la educación de las niñas, el matrimonio infantil y los feminismos de diversa raíz teórica y cultural. En las democracias liberales tiende a menospreciarse lo no alcanzado por mujeres que viven bajo otros esquemas políticos y religiosos, pero no cabe duda que la esfera pública en países como México, Argentina o España está mucho más abierta al talento femenino que hace veinte, cuarenta o más años.
En general, las creadoras que emergen internacionalmente (unas cuantas tienen décadas de escribir) exhiben una natural conciencia de género y no tienen problema en considerarse feministas. Digo natural porque no están presionadas para considerarse o no feministas, como sí lo estaban las narradoras del siglo XX, tensas entre sus propias lealtades políticas y personales y la arrogancia frente a las mujeres por parte del mundo editorial. Probablemente la más díscola respecto al feminismo sea la venezolana Sainz Borgo (1982), quien reside en Madrid. Ante una pregunta sobre política y feminismo de Lorena G. Maldonado, en una entrevista para El Español (17 de diciembre, 2019), contestó:
No sé, yo encuentro en el pensamiento conservador un poco más de templanza. Y la templanza de alguna u otra manera te permite ser más lúcido. (...) He encontrado más sectarismo en el pensamiento de izquierdas que en el de derechas. El de derechas ya sabes por dónde va, ya sabes a qué atenerte; mientras que a la izquierda, por lo menos la de nuevo cuño, la veo sectaria. Digamos que tengo un pensamiento conservador. Soy bastante conservadora, y no porque sea una señorona del barrio de Salamanca, sino porque me he vuelto muy escéptica con la izquierda. Soy de derechas por
rebote. Tengo una reacción pendular por descreimiento. (...)
Mi feminismo es más sesentoso. Yo soy más Doris Lessing, más Susan Sontag... yo quiero igualdad de oportunidades, no ir en contra de los hombres.
Desde luego, Sainz Borgo no se considera antifeminista sino feminista de viejo cuño; por sus propias lecturas sabe que Susan Sontag y Doris Lessing enfrentaron circunstancias que, por fortuna, ya no le tocan a ella. En cualquier caso, el feminismo es una ganancia cultural que no dificulta el camino de ninguna mujer en las editoriales españolas, argentinas o mexicanas. Traducida a veintiséis idiomas y con menos de cuarenta años de edad, la autora de La hija de la española (2019) es políticamente provocadora y no intenta simpatizar con la izquierda, dada la demoledora experiencia venezolana que cuenta en su novela. Su protagonista, Adelaida Falcón, es una sobreviviente dispuesta a todo, no precisamente una damisela. A Sainz Borgo le importan muy poco las consideraciones de la corrección política provenientes de una izquierda que por mucho tiempo permaneció ciega, sorda y muda ante el horror venezolano. Incluso, algunas críticas de sus connacionales que forman parte de la oposición a la tiranía madurista, la acusan de poca empatía con los partidarios de ésta representados en su novela, acusación que nadie le haría a las argentinas que representan como demonios a funcionarios de la dictadura militar de los setenta. Hasta de racista la han acusado porque presenta a personas negras que hacen maldades y ejercen despóticamente el poder sobre sus semejantes. No ahondaré en su novela porque escribí sobre ella en este mismo suplemento,2 pero hay que subrayar que la opresión política y la dominación patriarcal no tienen signo ideológico. En todo caso, Sainz Borgo es muy distinta, políticamente hablando, de la argentina Gabriela Cabezón Cámara, quien afirma:
"Las personas no somos solas, solas no sobreviviríamos, si bien este sistema neoliberal que nos está taladrando en occidente habla de que cada persona debe de ambicionar so-
la, luchar contra los demás para sobresalir uno, eso es falso. (...) Los latinoamericanos lo sabemos mejor que nadie; los asesinos, los que toman territorios y matan a la gente y ma-
tan a los animales y a los árboles, un ejemplo contemporáneo sería Bolsonaro, pero también Macri, están deforestando, la gente está siendo asesinada o arrojada a vivir en ciudades perdidas, en la miseria".3
LA POLÍTICA, como la extensa tradición narrativa hispanoamericana que explora la nación, está muy presente en la literatura de las autoras mencionadas en este ensayo y sin duda influye en su éxito internacional. Dos siglos de literaturas hispanoamericanas no nos ha librado del peso de la nación en la novela y el cuento, pero las búsquedas de estas escritoras constituyen relecturas personalísimas de los cánones literarios y la cultura audiovisual global, aunque pervive la visión de izquierda sobre la inevitable maldad de la burguesía, el neoliberalismo y el Estado puesto a su servicio. Muy distinta, desde luego, es la postura de la venezolana Sainz Borgo, la única de las autoras abordadas en este artículo que se funda en una crítica radical de la izquierda, dada la experiencia de su país. Pero la estatura literaria de las autoras es tal que la política es ethos, no proclama, lo cual se agradece en estos tiempos de buenas causas que se degradan a tosquedad de pensamiento.
El pesimismo que transmiten es tremendo. Llama la atención que autoras que han tenido educación universitaria, una vida si se quiere cosmopolita —residentes en Europa, Estados Unidos o en grandes ciudades hispanoamericanas— y heredan las tradiciones libertarias de las escritoras que tuvieron vidas mucho más difíciles, manifiesten una visión tan poco alentadora del mundo. La violencia sexual, la tortura, el narcotráfico y el asesinato atraviesan su literatura, mientras que las relaciones sexuales, afectivas y familiares rara vez son satisfactorias, si es que se toca el tema. La ruptura definitiva con el relato de la pasión y el romance y con el de la emancipación individual y colectiva es persistente. Esta literatura es pues desesperanza absoluta o lucha por sobrevivir a todo evento, aunque también puede exhibir los frutos de esta acción, la fuerza de la decisión frente a entornos muy adversos. Con todo, el tono de apocalipsis, de un mundo que se resquebraja de manera definitiva, resuena en todas las narradoras.
AHORA BIEN, los distintos feminismos y posiciones políticas de las autoras son menos relevantes que la entidad de sus proyectos narrativos. La virgen cabeza (2009), de la ya mencionada Gabriela Cabezón Cámara (1968), nos relata la vida de una transgénero femenina de nombre Cleopatra, quien conserva sus genitales de nacimiento y deja la prostitución al convertirse en médium que recibe los mensajes de la madre de Cristo. El lenguaje de la argentina, absoluta y radicalmente fundado en un conocimiento de fondo de la literatura de diversos registros y épocas, exhibe lo popular urbano de villa El Poso como una epopeya de voluntades enloquecidas que se drogan mientras bailan cumbia pero son capaces de cambiar a fuerza del esplendor del delirio religioso. Qüity, la protagonista de clase media que halla la realización vital en el amor de Cleopatra y las delicias de la maternidad con un niño que muere violentamente, pretendía escribir un reportaje sobre la villa, que termina en la fascinante novela. El tópico de la pobreza como autenticidad, tan explotado por las telenovelas y el antiguo cine argentino y mexicano, se eleva por encima de la cursilería por el explosivo humor negro, muy evidente en el final, cuando la reina queer se ha elevado al universo de los reality shows de Miami.
El mundo de Temporada de huracanes (2017), de la mexicana Fernanda Melchor (1982), es también el de la miseria atravesada, como en La virgen cabeza, por las drogas y el crimen organizado. La Bruja, una transgénero rodeada de jovenzuelos de sexualidad desbordada en medio de nubes de alcohol y drogas, es asesinada por Brandon y Luismi, víctima de una crueldad que manifiesta el mal a través de múltiples murmullos y voces, mostrándose una variedad de sensaciones, pensamientos, ideas y temores que se ensamblan en un urdimbre narrativa exacta y sin concesiones. La literatura jamás debe hacerse cómplice del sentimentalismo a la hora de representar la pobreza; la novela muestra una galería de personajes, víctimas y victimarios que no despiertan lástima. Tampoco la despierta en absoluto el padre de la protagonista de Papi (2004), de la dominicana Rita Indiana (1977), con un ojo absolutamente entrenado para dibujar con lenguaje de fiesta y vertedero la capilaridad entre simpática y destructora del machismo en la cultura caribeña. Papi es el macho entre todos los machos, el amigo entre todos los amigos, el que salió de la ranchería y la cloaca con el narcotráfico, con elegancia de collar de oro ancho y largo. Los bienes de Papi, fácilmente obtenidos y perdidos, circulan como corriente bienhechora entre parientes, amistades, novias y su hija. El humor negro sangra y escupe en Indiana, Cabezón Cámara y Melchor a partir de mundos delincuenciales y salvajes.
[caption id="attachment_1112378" align="aligncenter" width="666"] María Fernanda Ampuero (1976).[/caption]
DE SALVAJISMO Y DOLOR nos cuenta la ecuatoriana María Fernanda Ampuero (1976) en Pelea de gallos (2018), libro de cuentos que acude a la línea clásica y más fructífera en cuanto a conflictos sociales y privados de toda naturaleza: la familia. Aunque el tema de la desigualdad social permea el texto, la sobriedad de la prosa impide que desbarranque en queja populista, porque la técnica de Ampuero apunta al cuerpo como el portador de la desigualdad e interpela desde la compasión, no la lástima. La violencia de género, la mujer como el objeto de la furia atroz del hombre que debería amarla, recorre los descarnados relatos de este libro. En el cuento titulado “Cruz” una mujer se niega a guardar luto por un hermano que escribió sobre su piel la maldad machista. Lleva en el cuerpo como cicatriz el apelativo zorra.
Así de demoledora es la novela Mátate amor (2012), de la argentina Ariana Harwicz (1977), pero desde un género que ha hecho historia en el cine y la literatura del siglo XX: la locura como terror que emerge en medio de la vida más bucólica. No hay cura para la protagonista porque la vida es la enfermedad. No quiere ser esposa ni madre, odia a su marido amable y a su bebé, es una bruja entregada a inconscientes ritos paganos y su sexualidad se alebresta con un hombre que abusa sexualmente de una niña con discapacidad mental. La novela tiene la belleza aterradora de una prosa cuidadísima y una representación de la histeria y el ambiente bucólico insuperable. Tanta maldad femenina presentada como decisivo impulso libertario es refrescante ante la moralina y la corrección política que pululan sobre todo en el mundo académico.
En Nefando (2018), la ecuatoriana Mónica Ojeda se sumerge en el mundo tecnológico con un experimento narrativo que tiene mucho de libro de cuentos, pero dotado de un hilo conductor lo suficientemente sólido para hablar sin problemas de novela. El mundo virtual nos encara con una interrogante: ¿su propia lógica crea lo nuevo en el mundo o simplemente reproduce o amplía lo que somos? Seis jóvenes de distintas nacionalidades comparten un departamento en Barcelona y un afán creativo común que se traduce en una novela pornográfica, diseños para la demoscene (una suerte de campo artístico informático) y la obsesión de un(a) de ellos con la castración como recreación del propio cuerpo. Un relato estremecedor es el núcleo de esta nube estética algo enloquecida: el abuso sexual ejercido por el padre de dos chicas y un chico que son hermanos pero no se victimizan en lo absoluto y aceptan “la vida como es”. La Dark Web (el internet infernal no accesible para cándidos y no ociosos) es el escenario de un juego de video cuyas curiosas reglas absorben la atención de los jugadores aunque no se pueda avanzar. Los peores horrores y abusos sexuales afloran finalmente como convergencia de tantos afanes: la web somos nosotros.
EN ESTA LÍNEA del imaginario tecnológico, pero más cerca del relato fantástico y la ciencia ficción, la boliviana Liliana Colanzi (1981), en Nuestro mundo muerto (2016), un volumen de cuentos, se arriesga con un tratamiento del pasado indígena muy cuidadoso con las apropiaciones de material antropológico, como en el caso de “Cuento con pájaros”. No se trata del simple relato de la humillación racial sino de una constelación de significados culturales todavía vivos que potencian la virtud profética del relato del futuro basado en la ciencia. La sobrecogedora historia de “El Chaco”, el asesinato de un indio mataco que se va infiltrando en la mente del joven que lo mata, no trata de venganza sino de revelación y conciencia. La vida en Marte, la persecución de una madre obsesiva que olfatea los dedos de su hija por si se toca, el horror siempre latente en medio de la simplicidad cotidiana representado en “La ola”, señalan una singular voz sumergida en el mundo del imaginario global desde aquellos códigos culturales que le son propicios para la recreación de lo fantástico y las hipótesis de la ciencia ficción, en este caso la pervivencia de lo cultural indígena.
Nuestra parte de noche (2019), de la argentina Mariana Enríquez (1973), es la novela que cierra esta reflexión porque en ella confluyen tanto la violencia como la conciencia de género, por no hablar de la denuncia de la opresión y un conocimiento consumado de la
tradición literaria, especialmente la inglesa, tan prolífica en un imaginario del terror enraizado en la riqueza, desde Mary Shelley, pasando por Edgar Allan Poe y Bram Stoker hasta llegar a Stephen King. Desde luego, no hay que olvidar la extensa cinematografía, que cuenta con nombres cimeros como los de Roman Polanski, Stanley Kubrick, Alfred Hitchcock, amén de la abundantísima presencia del género en la televisión y en el imaginario popular global y local.
Aunque en Hispanoamérica el terror no es especialmente cultivado, existen ricas tradiciones orales al respecto y la brujería se extiende por todo el continente. Además, Enríquez, con verdadero tacto literario, da cuenta del género para narrar historias de desigualdad, abuso, tortura, racismo y explotación; pero el mundo que construye en Nuestra parte de noche goza de la autonomía de la literatura que explora lo humano en su mundanidad. En otras palabras, cómo vivimos los individuos la situación que nos toca en suerte. Juan Peterson, el protagonista, y su hijo Gaspar, son poderosos instrumentos de la Orden, que desde Inglaterra trajo a Argentina el poder de la Oscuridad, y como tales son odiados, envidiados y buscados por la familia materna de Gaspar, cuya madre (Rosario) muere a manos de ésta. Conscientes de su poder, los protagonistas se niegan a someterse a los designios de la poderosa familia, relacionada con la dictadura y los desaparecidos en los setenta. Aquel mundo de relaciones de una intensidad tremenda, impregnadas de inevitable violencia en el contexto de atmósferas tocadas por la belleza tanto como por la decadencia, demuestran el primerísimo lugar de la autora en la narrativa actual. Esta novela es una obra maestra, en el sentido de consumación de una trayectoria brillante como la de Enríquez, pero también de ruptura con la tradición literaria hispanoamericana que en contadísimas excepciones, como la de Horacio Quiroga, ha cultivado el género de terror.
* * *
Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, María Gainza, Gabriela Cabezón Cámara, Selva Almada, Ariana Harwicz, Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero, Liliana Colanzi, Fernanda Melchor, Valeria Luiselli, Guadalupe Nettel, Karina Sainz Borgo, Rita Indiana, por solamente mencionar algunos nombres de una inmensa lista que merece otros artículos, están en la palestra pública, sus libros circulan en formato impreso y digital, los medios las reseñan, son traducidas y las ferias celebran su presencia. Cada literatura nacional guarda sus propios nombres, las editoriales pequeñas poseen tesoros y la circulación digital e impresa permite nuevos caminos para escritoras antes encerradas entre las fronteras de su nación. La calidad y variedad es de celebrarse tanto como la circulación y la atención de las que son objeto estas autoras.
Notas
1 “Isabel Allende sólo es una ‘escribidora’: Roberto Bolaño”. crónica.com.mx, 20 de mayo, 2002.
2 “Una literatura despiadada”, en el El Cultural 220, 4 de octubre, 2019.
3 “Gabriela Cabezón propone una versión queer de la escritura”, El Economista, 29 de octubre, 2019.
jmg
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