La muerte del autor y el placer del texto

La muerte del autor y el placer del texto
Por:
  • juan domingo

Hace cuarenta años, el 25 de febrero de 1980, en París, el escritor, semiólogo y filósofo francés Roland Barthes, creador y máximo exponente del estructuralismo literario, fue atropellado por una furgoneta de una lavandería, mientras cruzaba la Rue des Écoles, frente al Collège de France, adonde se dirigía a dar su cátedra. Casi un mes después, el 26 de marzo, a consecuencia de ese atropellamiento, Barthes murió. De muy pocos puede decirse, con mayor exactitud, que encontró la muerte o, más todavía, que se encontró con la muerte.

Al morir Barthes, no murieron con él ni el estructuralismo ni la crítica francesa ni la semiología, pero, ¡cruel paradoja!, las obras de quien, en 1968, advirtió sobre la “crisis de la autoría”, profetizó “la muerte del autor”1 y la preeminencia del texto, perdieron interés y lectores. La sociedad francesa, como ejemplo de la sociedad mundial, delató lo que ya sabíamos: los autores importan cada vez más; la escritura, cada vez menos.

Con Barthes no murió el autor, sino la persona pública sin la cual sus libros, que llenaron una época del análisis literario entre las décadas del cincuenta y el setenta del siglo pasado (El grado cero de la escritura, Mitologías, Crítica y verdad, El placer del texto, S/Z y Fragmentos de un discurso amoroso, entre otros), desfallecieron. Su persona también fue moda y, en la literatura, ocupó el espacio, frívolo y banal, del chisme.

“Criatura de lenguaje” denomina Barthes al escritor y, en tal sentido, él mismo era literatura pero, ya muerto, se convirtió en personaje de una novela (que no tengo intención de leer), cuyo título es La séptima función del lenguaje (2015), de Laurent Binet (París, 1972), un escritor francés que, a manera de novela negra, “homenaje y parodia”, según afirma, presenta el atropellamiento de Barthes como un asesinato. Juego literario, al fin y al cabo, entretenimiento de una época donde, a despecho de Barthes, el autor cada vez cobra más notoriedad que sus escritos, aunque no la merezca, y el placer del texto se precipita en un abismo de insulsez que no ve su lujo y su belleza, sino su simple y muchas veces vulgar anécdota.

Tanto Philippe Sollers como Julia Kristeva (otros personajes en esa novela) incluso se mostraron dispuestos a llevar al autor ante los tribunales. Quizá, por ello, en una entrevista, a la defensiva, Binet afirma que “en el fondo, el asesinato es sólo un pretexto”. Sin embargo, Álex Vicente, el entrevistador, puntualiza lo siguiente: “A Laurent Binet ese desenlace [la muerte de Barthes un mes después de ser atropellado] siempre le pareció sospechoso. Demasiado improbable para ser pura casualidad”. La verdad es que, hoy, ¡nada como un libro de teoría conspirativa para vender miles de ejemplares! Y Binet ni siquiera tiene empacho en confesar: “Yo cursé estudios de Letras sin leer ni una sola página de Barthes o Foucault”.2 Si hubiese leído a Barthes desde la universidad, ¿habría, siquiera, coqueteado con la chabacana teoría de la conspiración para atrapar clientes de ese consumismo seudoliterario?

Barthes hizo un certero diagnóstico, cada vez más confirmado: las empresas editoriales consienten a “un público frágil, infiel, minado por la cultura de masas, que no es literario”. Por ello, “la ideología Nobel se ve obligada a refugiarse en los autores pasatistas, e incluso a esos hay que sostenerlos por la ola política”.3 Ni más ni menos. Concluyó que la literatura había perdido la virtud que la convierte en “una mediadora de saber”.4

EL AUTOR DE MITOLOGÍAS escribió acerca de la cultura desde una mirada original que privilegia justamente no la anécdota, sino la palabra misma. Muy probablemente su mayor aportación sea el concepto del “placer del texto”, aclarando que el goce de la lectura se hace sobre el cuerpo erótico de la escritura; de ahí que obtuviera placer lo mismo con Sade (“el escritor que me dio el mayor placer de lectura”, dijo en 1972) que con Balzac y Marx. Barthes leyó bajo un principio cada vez más extraviado o perdido en la legión de leedores: “no devorar, no tragar, sino masticar, desmenuzar minuciosamente”, a fin de “reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos”.5 Y conste que esta revaloración de la lectura aristocrática la hizo desde la izquierda.

La “Sociedad de Amigos del Texto” no lee las obras literarias por sus anécdotas, ni mucho menos por la nombradía de sus autores, sino por los guiños, por la seducción del tejido verbal, que no otra cosa es el texto (del latín textus; propiamente trama, tejido). Barthes disfrutaba a Sade (cuya escritura está muy lejos de ser erótica), no por el placer sexual sino por el textual, aclarando que “el texto de placer no es forzosamente aquel que relata placeres”,6 y en cuanto al lector aristocrático o exigente, el “encanto” del texto no está en lo que todo el mundo, por defecto, dice que es “encantador”.

Barthes sostiene en Crítica y verdad que, por el placer del texto, la obra desarrolla en el lector otras palabras que le enseñan a hablar una segunda lengua. En El placer del texto pone un ejemplo ante un texto flaubertiano:

Leo en Bouvard et Pécuchet esta frase que me da placer: “Manteles, sábanas, servilletas colgaban verticalmente, agarradas por palillos de madera a las cuerdas tendidas”. Gusto en ella un exceso de precisión, una especie de exactitud maniaca del lenguaje, una extravagancia de descripción.7

El autor de S/Z nos enseñó a leer y nos descubrió el goce de la lectura, que está a años luz del anecdotismo, de la obra descuidada, de la escritura mediocre de la cultura de masas que ignora por completo la voluptuosidad del lenguaje y que, de la muerte de Barthes hacia acá, se ha agravado en burdas formas de narrar. Si la lectura no es estética es porque tampoco lo es la escritura: “Si fuese posible imaginar una estética del placer textual sería necesario incluir en ello la escritura en alta voz: la escritura vocal (que no es la palabra)”,8 de la que nada saben los escritores que se conforman con nada.

"El placer de la lectura condujo a Roland Barthes a la escritura de una obra crítica aguda que lo muestra como un creador y un gran lector"

Al sentenciar “la muerte del autor”, Barthes partió del hecho de que un texto de placer no necesita siquiera ser nominativo. De ahí que afirmara: “Entiendo por literatura no un cuerpo o una serie de obras, ni siquiera un sector de comercio o de enseñanza, sino la grafía compleja de las marcas de una práctica, la práctica de escribir”.9 En su “Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France”, pronunciada el 7 de enero de 1977, habló del poder literario que vive enfrentado con los demás poderes y, especialmente, con el poder político, pero no por el discurso o por el tema de esa literatura, sino más bien por la soberanía de la maravillosa lengua dialógica combatida casi siempre por la lengua política que la creación literaria debe evadir para decir algo que no sea lo que siempre se obliga, sino aquello que nunca se permite.

En este sentido, la definición de literatura que ofrece Barthes es insuperable: “A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo literatura”.10 Y en otra parte advierte: “Apenas se ha dicho algo sobre el placer del texto, y en cualquier parte aparecen dos gendarmes preparados para caernos encima: el gendarme político y el gendarme psicoanalítico”.11

JUNTO CON HAROLD BLOOM (1930-2019) y George Steiner (1929-2020), Roland Barthes forma parte de una trilogía de grandes lectores y productores de literatura, habiendo rozado apenas —sólo en el caso de Steiner—, la escritura de ficción. Si ser escritor es un oficio, ser lector, como lo fueron ellos tres, puede representar una vocación mayor que la de muchos creadores que no tienen ni idea de que la literatura es algo más que contar anécdotas, algo más que hacer obras con mensaje, y algo más que el simple hecho de llamarse escritor.

En sus aún disfrutables Mitologías (y con el aún me refiero a considerar la década del cincuenta, del siglo XX) advirtió lo que hoy es una peste indudable, literaria y editorial, comparando la literatura, en sus formas degradadas, con la astrología. Escribió:

La astrología se ubica entre los intentos de semialienación (o de semiliberación) que tienen por función objetivar lo real sin llegar a desmitificarlo. Otra de esas tentativas nominalistas es bien conocida: la literatura, que en sus formas degradadas no va más allá de contarlo vivido: astrología y literatura tienen la misma tarea como institución “retrasada” con respecto a lo real: la astrología es la literatura del mundo pequeñoburgués.12

El placer de la lectura condujo a Barthes a la escritura de una obra crítica original y aguda que lo muestra, indudablemente, como un creador y como un gran lector. Al referirse a su oficio crítico dijo en 1970, en una de las entrevistas que, póstumamente, serían reunidas en El grano de la voz: “Para mí es una actividad de desciframiento del texto y aquí pienso sobre todo en la ‘nueva crítica’, como se la llama ahora. Porque la antigua, en el fondo, no descifraba, ni siquiera planteaba el problema del desciframiento”.13 En otro momento, admitió: “Lo que me gusta en un relato no es directamente su contenido ni su estructura, sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella envoltura: corro, salto, levanto la cabeza y vuelvo a sumergirme”.14

“Me intereso en el lenguaje porque me hiere o me seduce”,15 dijo Barthes, como divisa. En su obra, quizá lo más parecido a la denominada creación literaria son sus Mitologías. Con ellas, de algún modo, crea un género de la crítica y el comentario sobre la realidad irreal (o mítica) de la cultura de masas y la civilización del consumismo: desde el juego y la moda, hasta el Tour de Francia y el cerebro de Einstein; la política y la moral; la fotogenia electoral y la astrología; el estriptís, el bistec con papas y, por supuesto, la literatura y la crítica en donde delató a “la crítica ni-ni” (“ni reaccionaria ni comunista, ni gratuita ni política”), esto es, la crítica que ni fu ni fa, ésa que, para decirlo pronto, ni es crítica ni sirve para nada: un mito más de la neutralidad que tampoco es neutralidad.

Lo más parecido a su biografía intelectual y sentimental son sus Fragmentos de un discurso amoroso, en cuyas páginas un enamorado del texto habla, con sensualidad, de lo que lee e integra a su existencia. ¿Y qué decir de El placer del texto? No es manifiesto ni es fundamento en un sentido vulgar: es la carta de creencia de un lector impar.

En sus meditaciones, en su abismarse en el pensamiento, una furgoneta lo embistió. Paradoja terrible para quien desmitificó el culto al automóvil tomando como modelo al lujoso Citröen (el DS 19), que se aparece “como venido del cielo”. Justamente, como venida del cielo, aquella furgoneta que lo atropelló el 25 de febrero de 1980 nos ilustra sobre otro mito moderno: el nihilismo filosófico y literario. Todos los nihilistas son precavidos al cruzar una calle y casi todos mueren en su cama. No creen en nada, pero cobran regalías y, para poderlas cobrar, ponen mucha atención en su seguridad.

Barthes, un placentero del texto, levitaba en sus meditaciones y no vio la furgoneta de una lavandería que se dirigía hacia él como venida del cielo. Él no quería morir, mientras que los nihilistas abjuran de la vida pero, muy listos, saben que una furgoneta no es sólo una imagen o una representación de una furgoneta (objeto mágico que pertenece al orden de lo maravilloso), sino que, exactamente, sin margen de duda, es una furgoneta, y no levitan, sino que la evitan.

EN MI JUVENTUD leí a Barthes con denuedo y luego lo cambié por Steiner. Descreí, y sigo descreyendo, de su profecía de “la muerte del autor”, aunque “la muerte del autor”, hoy me doy cuenta, valía sobre todo para él. Mi preferencia por Steiner no pudo destruir mi educación sentimental consumada en Barthes. Barthes se equivocó, pero sólo para los demás, no para él. Si los textos de Sade y Balzac hubiesen sido anónimos, él de todos modos los hubiese encontrado placenteros.

George Steiner, en cambio, nos asegura, desde su experiencia y su placer, que uno lee las grandes obras y admira en ellas a los maestros (con nombres y apellidos ahí donde los hay, sin agraviar a los grandiosos anónimos bíblicos), y que es un privilegio como lector profesional (es decir, crítico, filósofo, historiador, ensayista, como lo fueron Barthes, Bloom y Steiner) ser “un parásito en la melena del león”, frase que nunca le perdonaron sus colegas universitarios ni otros académicos en muchas universidades. En realidad, no la entendieron ni la entenderán, en su grandeza, como la asumió el autor de Lenguaje y silencio: con la dignidad de ese glorioso parasitismo, que es a la vez placer del texto y conversación con los maestros difuntos.

Notas

1 Roland Barthes, “La muerte del autor”, en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura, 2a. edición, Paidós, Barcelona, 1994, pp. 65-71.

2 Álex Vicente, “Quien controla el lenguaje tiene el poder: Laurent Binet novela la muerte de Barthes en La séptima función del lenguaje”, El País, Madrid, 5 de diciembre, 2016.

3 Roland Barthes, entrevista en El grano de la voz, Siglo XXI, México, 1983, p. 200.

4 Ibidem, p. 246.

5 Roland Barthes, El placer del texto y Lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collège de France, 4a. edición en español corregida, Siglo XXI, México, 1982, p. 23.

6 Ibidem, p. 90.

7 Ibidem, p. 45.

8 Ibidem, p. 108.

9 Barthes, Lección inaugural, ibidem, p. 123.

10 Ibidem, pp. 121-122.

11 Barthes, El placer del texto, p. 93.

12 Barthes, Mitologías, 4a. edición, Siglo XXI, México, 1983, pp. 172-173.

13 Barthes, El grano de la voz, p. 98.

14 Barthes, El placer del texto, p. 21.

15 Ibidem, p. 63.