El lugar donde duermen los pájaros

En estas líneas nos adentramos en la película Donde duermen los pájaros (Alejandro Alatorre, 2022), que se estrena el próximo 8 de marzo en salas mexicanas. Bianca Ashanti ofrece una mirada que pone su atención en las sensaciones, describiendo las imágenes de la cinta y lo que producen. De este modo, somos partícipes de la historia de Leonardo, un adolescente en su trayecto hacia el despertar adulto. Aquí impera la búsqueda por la libertad, incluso en un mundo que a menudo parece desprovisto de sentido.

Frame de la película 'Donde duermen los pájaros'
Frame de la película 'Donde duermen los pájaros'Foto cortesía: Daimon distribución
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La oscuridad de una cueva. El eco de los pasos que marcan rítmicamente una caminata. Una linterna que alumbra la nuca de un hombre, una luz que busca un rostro, una mirada o una palabra que jamás llega. Después, un caballo se aleja, con parsimonia. 

Con esta secuencia, el cineasta Alejandro Alatorre inicia una historia que rebasa, por mucho, la metódica y pragmática categoría del coming-of-age, para así desplazarse al mundo onírico del protagonista de su más reciente película.

Tal como lo marca la primera escena, el largometraje mexicano Donde duermen los pájaros (2022) es una suerte de tránsito bajo tierra en donde vamos tentando los bordes con nuestras propias manos, para no tropezar, no caer. Sin embargo, en una penumbra como ésa, la mirada requiere de tiempo para recobrar su propia capacidad de traducir esos símbolos.

Mirada, tiempo y tránsito. Esos tres son los elementos esenciales a la hora de contar una historia como ésta. Después están sus personajes; aquí, varios de ellos actores no profesionales que fueron sacados de su vida cotidiana, para fingir otras realidades, erigir nuevas posibilidades más allá de la rutina. Leonardo, el protagonista, es un adolescente con marcadas ojeras, sonrisa melancólica y unas ganas desbordadas por comprender lo que sueña por las noches. Se duerme entre sus clases, patina por las tardes y se enamora fácil. ¿Cuáles son los límites del mundo real y el onírico? ¿De la vida real y lo que pasa en la película? Tal vez, entre fingir y ser, sólo hay un sueño de por medio. Y aunque, quizá, Adrián Reza—quien interpreta a Leonardo— en su propia vida, nunca soñó con ser actor, aquí está, frente a la cámara, con un rostro cansado y en uniforme escolar.

Sueños, cotidianidad y adolescencia. Como sus espectadores, nuestras pupilas se acostumbran a la oscuridad y al compás desfachatado de un adolescente que intenta entender la separación de sus padres, sin melodramas de por medio. No hay lágrimas, pero sí insomnio. En vela, sale a caminar, nuevamente, entre la penumbra. Una soledad que parece elegida, mas no lo es. Por el contrario, él parece sobrevivir, como puede, a un constante duelo por abandono. Primero, su padre, después, sus amigos. Ante la incertidumbre, elige cambiar las reglas, vive de noche y duerme de día, patina, camina y sueña con territorios desconocidos. Y en medio de eso, conoce la fugacidad del primer amor. 

Penumbra, insomnio y separación. Scarlet llega, como debía ser, una noche caótica en el centro de la ciudad, pero a diferencia de Leonardo, ella parece tener más respuestas que preguntas, y más ganas de volar que de sumergirse en las cuevas de los sueños de su jovial compañero. Casi como antagonistas, ambos adolescentes configuran su identidad a partir de los contrastes de una cercanía efervescente que se consume, incluso más rápido que el fuego que Prometeo robó a los dioses para cuidar de los humanos. Así, el titán reposa amarrado a una piedra, mientras ambos adolescentes discuten sobre el amor, la vida y el lugar en que se desarrolla su existencia. El espacio cobra fuerza con cada historia que se añade a esta caleidoscópica narrativa. 

Y es gracias a esa visión que prioriza los detalles, que tenemos la oportunidad de observar, paulatinamente, el paisaje completo: uno donde los lugares toman relevancia y nos permiten situarnos en el estado emocional de nuestros personajes. Desde los inmensos campos de plantas eólicas se ve a Leonardo ­—minúsculo y solitario— vagar por las tardes; luego lo vemos llegar a las mineras de plata en donde el ruido cobra una fuerza metafórica, generando un sentimiento de profunda angustia ante la posible pérdida de dirección, de las palabras y los sueños que nacen y mueren ahí. 

Así, con el sonido, el paisaje y estos excéntricos personajes que parecen permanecer en un estado de letargo que les permite habitar más de una realidad (un anciano loco que podría ser un genio musical o un recolector de basura que ganaría concursos de patinaje artístico), la cinta se complejiza y nos lleva a una pregunta casi inevitable: ¿es la adolescencia el inicio de un tránsito donde se desdibujan los sueños, apresándonos en una realidad que carece de sentido? 

Ante las posibles respuestas pesimistas a esta pregunta, Alatorre nos regala una última imagen, quizá una de las más poderosas de su filme. En el cielo, una gigantesca parvada vuela frente a la escultura de Prometeo que, en escenas anteriores, había presenciado las inquietudes de ambos adolescentes; pero esta vez las aves no se detienen, siguen su vuelo en conjunto, guiándose unas a otras. Entonces, Leonardo entiende que para volar, debe soltar los dolores que ha ido guardando, y, sólo entonces, decide seguir a los pájaros.

Con una circularidad simbólica que conjunta los ciclos de la naturaleza a la altura del crecimiento humano, la cinta va de un caballo y una cueva, a un árbol de hojas otoñales que dejan de caer y comienzan a volar junto con las aves que, ligeras, se resguardan entre sus ramas. Nuestra vista, por fin, sale de la cueva de los sueños y se posa en el cielo, con un atardecer naranja que parece dar por terminada la dolorosa quietud de la infancia y transforma los miedos en alas; para al fin emigrar y encontrar una comunidad en la cual sea posible dormir con calma y volar con libertad.