El material de los sueños fronterizos
Redes neurales
En su Autobiografía del algodón, Cristina Rivera Garza nos comparte imágenes visuales y sensaciones del cuerpo entero de una persona que recorre a caballo un territorio desértico. José Revueltas viaja hacia un lugar llamado Estación Camarón, al oriente de Cuatro Ciénegas y al norte de Monterrey. Según la información disponible en la página pueblosamérica.com, Estación Camarón tiene el día de hoy ni más ni menos que tres habitantes.
Las páginas iniciales del libro están dedicadas al paisajismo, a las intensas texturas sensoriales que emergen del movimiento físico. A partir de entonces, la lectura es una inmersión en una profunda arquitectura de imágenes, relatos, meditaciones, documentos, todo lo cual está oculto bajo los campos estériles y las fosas comunes de la frontera.
La devastación de la tierra y de las relaciones humanas está en el origen de la obra. Pero el presente de la novela es la década de 1930, cuando Revueltas se involucró en una huelga de trabajadores agrícolas, por lo cual fue llevado como prisionero a las Islas Marías. Fue liberado en 1935, gracias a un decreto de amnistía para los presos políticos, pronunciado por el presidente Lázaro Cárdenas, quien aparece también en esta Autobiografía. Las vivencias de Revueltas en la prisión insular son el germen de su novela Los muros de agua; sin embargo, Cristina Rivera Garza no se enfoca en los procesos creativos, subterráneos, de Revueltas. Parece más interesada en contemplar el lado terrenal del escritor, quien recibe un tratamiento sobrio, desglamurizado. Esta cualidad sugiere que Autobiografía del algodón forma parte de una rama crítica en la cual surgió primero otro escrito experimental, titulado Había mucha neblina o humo o no sé qué, dedicado a las andanzas de Juan Rulfo —el vendedor de llantas Goodrich— y a la reconstrucción efectiva de esas andanzas. Aquel libro surgió de la provocación de Ricardo Piglia en El último lector, según la cual hay una historia oculta de la literatura en los reportes de trabajo de los escritores. Entre vivir la vida y contar la vida hay que ganarse la vida, escribió Cristina.
Autobiografía del algodón extiende el trabajo de investigación en torno a problemas socioeconómicos y geográficos, y hace un recorrido que actualiza los caminos de Revueltas: la autora narra sus propios viajes a través de la zona, en busca de la Estación Camarón y de la presa Don Martín. Los desplazamientos en automóvil a través de una zona carcomida por la violencia otorgan a la obra otras capas de sentido. Modifican la experiencia estética de la lectura porque incorporan rasgos estilísticos y narrativos propios de la road novel norteamericana. Y los viajes de la autora nos hacen pensar en la dimensión personal de la obra.
La posibilidad de que Revueltas haya entrado en contacto con un ancestro de Cristina Rivera Garza genera una expansión de la novela hacia otros territorios y otros personajes.
En la página 122 nos enteramos de un viaje a Real de Catorce, donde el abuelo de la autora trabajó como minero. Se establece así una conexión con otra vertiente de la obra: la preocupación por la tierra, sus materiales, su explotación y las prácticas extractivistas. Si el desastre de Pasta de Conchos está en nuestra memoria, Rivera Garza nos recuerda la tragedia de Mina Seis, donde 300 mineros cayeron sepultados en 1889, y 125 murieron en 1902. La geología funciona en esta obra como metáfora y como fundación ontológica.
Autobiografía del algodón hace un recorrido que actualiza los caminos de Revueltas: la autora narra sus propios viajes por la zona
El rastreo de los antepasados toma la forma de un relato con grados variables de ficcionalización: si en un relato interviene la memoria, escribió Néstor Braunstein, ese relato es seguramente una ficción. Al margen de las maniobras de reconstrucción ficticia que dan a la obra una dimensión imaginativa, es posible que uno de los propósitos de esta genealogía sea (con)jurar el cuerpo de los seres presentes y ausentes.
La preocupación por el cuerpo y su relación con la materialidad de nuestro andamiaje cultural parece una constante en la obra de Cristina Rivera Garza.
En el ensayo La Castañeda nos advierte con melancolía que los historiadores dicen entrevistar a los documentos para escuchar las voces del pasado, pero no pueden, por “las reglas mismas de su oficio y por pura autodefinición, capturar la naturaleza difusa del incesantemente intermitente mundo del sonido, el cual irradia y permea el mundo en paradójica y políticamente significativa impermanencia”. Sólo un método “que atente contra la idea convencional del libro, en especial el libro de historia, el libro académico de historia, podrá dar cuenta de eso que media entre la voz que no escucha el historiador pero pretende hacer que escucha y la letra que sí lee y que pretende hacer creer que no lee: el cuerpo”.
Para (con)jurar el cuerpo se requiere, nos dice Rivera Garza, el ejercicio doble de historiar y ficcionar. Es bien sabido que la novela Nadie me verá llorar sirvió a la autora para responder —mediante la ficción— las interrogantes provocadas por expedientes clínicos de mujeres como Matilda Burgos, quien fue llevada al manicomio de La Castañeda tras un altercado callejero. Matilda realizó desde allí una serie de escritos a los que llamaba sus “Despachos Presidenciales”. Nadie me verá llorar, en algún sentido, es una vida alterna concebida por la ficción, una vez que el estudio académico de los archivos ha provocado preguntas específicas sobre las relaciones vitales de la paciente. La mirada histórica formula la perspectiva crítica necesaria para concebir la ficción, y el doble ejercicio es capaz de resignificar la práctica clínica.
Autobiografía del algodón también plantea el vínculo entre historia y ficción como una herramienta para pensar la dimensión corporal de nuestras vidas, pero en este caso la obra literaria atiende a otros problemas: hay un giro ontológico para buscar la conexión del cuerpo con sus nutrientes; leemos evocaciones de aquella otra pandemia, la de la influenza; hay preocupaciones fisiológicas y botánicas, pero el formato científico es secundario: el interés radica, al parecer, en lo que esto nos revela sobre la materialidad de nuestro andamiaje social y sobre la dimensión corporal de nuestras relaciones económicas.
La formación de sentido surge como un proceso donde la genealogía literaria colinda con la genealogía de lo familiar, y donde ambas colisionan con lo que Paul Ricoeur llamó “la dureza de lo real”. En este caso, se trata del sistema de explotación de la tierra y de sus trabajadores: “los ciclos de producción destructiva que caracterizaron al cultivo del algodón en la frontera entre México y Estados Unidos”. Pero la formación de sentido —esa comunicación íntima entre la autora y sus lectores— aparece también como una utopía modesta y necesaria frente al riesgo de un desastre insuperable en los territorios fronterizos. Frente a la devastación física y la abolición de la vitalidad, el artefacto literario, con todas sus limitaciones, surge como una posibilidad de revitalizar un territorio amenazado por la retirada del tejido cultural.
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