Meditación sobre una botella de agua

Fetiches ordinarios

Petlandia o la isla flotante de plástico.
Petlandia o la isla flotante de plástico.Fuente: pinterest.com
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El agua está bajo sospecha desde que fue embotellada. A diferencia de la polémica del vaso medio lleno o medio vacío, la disputa alrededor de la botella es entre lo puro y lo impuro, entre los poderes refrescantes y las influencias funestas. Casi nos han convencido de que el agua de la llave está del lado de lo sucio y lo insalubre, así que trasladamos esa inquietud a cualquier recipiente que llevemos a los labios. No importa que los análisis de laboratorio arrojen con frecuencia otros datos, el agua corriente se asocia con lo inferior, lo turbio y el peligro, ya que, como su nombre lo indica, no acepta sofisticaciones ni refinamientos. En contraste, a pesar de que la embotellada luzca como una prefiguración del estancamiento, la aceptamos como mejor sólo porque nunca es gratis.

En el orden de la mercancía, el cuarto estado del agua corresponde a lo etéreo. Asociado a la dualidad entre lo sacro y lo profano, remite a cierta cualidad metafísica, a un no sé qué sobrenatural que la vuelve más ligera, saludable y eficaz para calmar la sed. Ya sea carbonatada o de manantial, alcalina o de piedra, su atractivo comercial no reside tanto en su carácter cristalino ni en ningún aspecto relacionado con su apariencia o sabor, sino en la promesa espiritual de situarse al margen de todo contacto humano, más allá de las fuerzas negativas y contaminantes. No es casual que algunas empresas embotelladoras jueguen con la idea de que su agua es tan prístina y pura, tan apartada de la suciedad de lo mundano, que casi califica como bendita, pues únicamente lo ya corrupto y pecaminoso requeriría de un proceso de purificación.

EN LA MERCADOTECNIA de lo natural, el agua precisaba vincularse a lo místico para volverse el producto por excelencia en que se ha convertido. Si la cantidad de ese líquido en el planeta es siempre la misma, sólo un auténtico acto de prestidigitación podía convertirla en una mercancía rentable y en un objeto de deseo, que en la actualidad vende mucho más que la cerveza, la leche o el café. Hay aguas que se cosechan directamente de icebergs o que se embotellan en noches de luna llena en montañas inaccesibles, cuyo precio es equiparable al de un buen vino; sin embargo, antes de convertirse en un artículo de lujo, seguramente pasó, como parte del ciclo ancestral del agua, por los riñones de un mamut o se evaporó de algún charco pestilente, al igual que la que almacenamos en las modestas barricas de los tinacos.

Si yo fuera publicista y hubiera ya vendido mi alma al diablo, retomaría sin rubor helado los versos de José Gorostiza para convertirlos en jingles burbujeantes, a fin de apelar a esa dimensión religiosa en que el agua se impregna de una esencia que la consagra y al mismo tiempo la distingue de las otras, transfiriéndole poderes extraordinarios. “¡Qué agua tan agua!” diría que tiene la eufonía inconfundible de un eslogan; y no es difícil imaginar anuncios subliminales en los que, bajo la voluptuosidad de los rayos del sol sobre los cuerpos, unos labios exclaman después de un largo trago incomparable: “¡Qué desnudez de agua tan intensa!”.

(Esto me lleva a pensar que si Muerte sin fin se reescribiera en este siglo, giraría en torno a la botella de agua antes que al vaso de cristal, y que al explayarse sobre esa prisión de plástico que la aclara y le confiere forma, el poema tendría que sacrificar su frialdad abstracta y su rigor cerebral para mancharse las manos en el fango de las consideraciones económicas y las afectaciones al ambiente).

Según Nietzsche, “quien no quiera morir de sed entre los hombres tiene que aprender a beber de todos los vasos”. También, si no recuerdo mal, fue él quien señaló que si deseamos con fervor agua simple, ni aun el mejor de los vinos podrá contentarnos. En lo personal, me parece una locura desembolsar lo mismo por un litro de agua que por un litro de gasolina, así que suelo comprarla con gas, que es por supuesto más cara, pero me hace sentir que al menos estoy pagando por el cosquilleo de las burbujas. La convicción de que esa efervescencia, esas tempestades festivas del vaso valen cada centavo de su precio, me lleva a deleitarme con el agua carbonatada como si se tratara de champaña.

En la mercadotecnia de lo natural, el agua precisaba vincularse a lo místico para volverse el producto en que se ha convertido

En sus investigaciones sobre la naturaleza del placer, Paul Bloom ha descubierto que el disfrute del agua embotellada no depende de su sabor ni de su transparencia, sino del aura del envase o del prestigio de la marca. En un programa de radio en vivo, el fundador y director de la franquicia norteamericana Perrier se sometió a una prueba a ciegas, con siete copas distintas dispuestas a la misma temperatura. Atribulado y perplejo, con el sudor frío de quien se descubre de golpe un charlatán (que, para colmo, se autoengaña), no atinó a identificar sino hasta el quinto intento el elixir elemental que promocionaba a un precio exorbitante, y eso que varias copas no contenían más que agua del grifo... En su momento fue incapaz de balbucir alguna explicación, pero en realidad el directivo no mentía —ni antes ni después del bochornoso experimento— al asegurar con gran bombo que la Perrier depara un placer único. El agua envasada en botellas verdes brinda una experiencia más gratificante porque es un signo de estatus y distinción, y porque, como escribió Marx en el célebre apartado sobre el fetichismo de la mercancía, está atravesada por quimeras y fantasmagorías que enmascaran su naturaleza recóndita —en este caso, su simpleza. El quid está en que, para disfrutarla a plenitud, uno tiene que saber de antemano que se trata de Perrier.

NO TODO, DESDE LUEGO, depende de nuestras expectativas. Los pozos contaminados abundan, lo mismo que los protocolos de higiene más bien laxos en el manejo del agua; y tal es la cantidad de cloro que se añade al agua corriente, que tomar un vaso nos transporta, en ciertas ciudades, a una atmósfera de alberca y Sábado de Gloria. Se ha descubierto que el agua ligera, reducida en sales, en realidad deshidrata, pues en su paso por el organismo absorbe los minerales del cuerpo; y aunque los sibaritas y catadores fallen una y otra vez en su identificación a ciegas, no cabe duda de que el agua más rica, en toda la extensión de la palabra, es la de manantial.

Una de las tantas islas flotantes de plástico que crecen en los océanos ya rebasa la superficie de Francia. Cuando finalmente, alimentada por las toneladas de desperdicio que recibe todos los días, alcance la condición de tierra firme (que nada nos impide bautizar como Petlandia), podría ser el paraíso en el que se exilie a los mercenarios del agua embotellada, que venden pureza mística y estatus efímero a costa de destruir el planeta.