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“Citlaltépetl… quisiera pisar tus blancas nieves y bajar a tus profundas grietas para hallar en ellas consuelo a mi fe que está casi perdida… …te llevaste lo que era mío, para hacerlo tuyo, dejando un vacio en mi vida que nada podrá llenar. No te importa una madre que llora, no te importa un padre que sufre, al fin eres nieve y tienes corazón de roca…”.
Las líneas fueron escritas hace más de 20 años por Julián Espinoza, un hombre que finalmente murió sin recuperar la sonrisa. Un hombre que le escribió así al Pico de Orizaba, pues la mañana del 2 de noviembre de 1959, la gélida montaña se llevó a uno de sus hijos.
Juan Espinoza Camargo era el nombre de ese joven. Ahora, 56 años después, sus hermanos suponen que es uno de los dos cuerpos hallados hace más de un semana a cinco mil 300 metros sobre el nivel del mar, en la cima del volcán más alto de México.
En aquel entonces, Juan tenía 17 años, acababa de terminar la secundaria, trabajaba en una fábrica de mosaicos y era aficionado al montañismo.
En su trabajo fue donde adquirió el gusto por el alpinismo. Su jefe, el señor Manci, tenía un club alpino que lo llevó a decenas de excursiones.
Juan era tan bueno que a su edad ya había realizado lo que entre ellos llamaban “La Trilogía”: en sólo tres meses escaló el Popocatépetl, el Iztaccíhuatl y el Citlaltépetl.
“Por eso era tan confiado, iba y venía a la montaña como a cualquier lado”, platica ahora su hermana, Reyna.
Por ello a su papá no le preocupaba que subiera aquella mañana de noviembre al Pico de Orizaba.
El señor tomó sus cosas y se fue a trabajar a Guadalajara sin cuestionar a su hijo, quien se iba a escalar.
Quien sí tuvo una mala corazonada fue Magdalena Camargo, la mamá de Juan. A pesar de los años transcurridos, Reyna aún recuerda el último diálogo que tuvieron. Y lo relata:
—No vayas hijo, mira que ya sabes que me da miedo— le dijo la señora a Juan.
—No te preocupes, no va a pasar nada. Sólo es una volcanada y ya —le respondió él. Pero ésa sería la última volcanada de su vida.
Alrededor de las cuatro de la tarde del 2 de noviembre de 1959, cuando estaban por terminar de comer, en casa de los Espinoza Camargo un golpeteo en la puerta interrumpió.
Eran los miembros de la legión de alpinistas que le llevaban la noticia. “Hubo un accidente, una avalancha… no encontramos a Juan”, le dijeron a la señora.
Al día siguiente, don Julián regresó a Puebla. Junto con un grupo de rescatistas subió a la montaña a buscar a su hijo y a sus compañeros que quedaron sepultados con él: Enrique García y Manuel Campos.
Estuvo ahí una semana, pero no tuvo éxito. Un mes más tarde regresó, y de nueva cuenta volvió con las manos vacías. Después, subió cada año… el resultado siempre negativo.
Dos décadas después volvió. Alguien le aseguró que cada 20 años el glaciar “giraba” y era probable que pudiera localizar a su hijo.
Ésa fue la última vez que lo hizo.
Sus huesos se volvieron frágiles y no le permitieron regresar allá arriba. Nunca encontró a su hijo.
En sus últimos años de vida, el hombre tomó un lápiz y un papel para escribir su sentir. Entonces plasmó aquellas líneas.
Julián y su esposa, Magdalena, murieron al paso de los años.
Sus hijos los vieron partir. Por eso ahora esperan a que el clima mejore y permita a las autoridades recuperar el cuerpo del que creen es su hermano, para sepultarlo junto a los suyos.
Reyna Mendoza aún atesora la hoja en la que transcribió con su vieja Remington el poema que su padre hizo para el Pico de Orizaba… las líneas que escribió para la montaña que se llevó a su hijo “Juanito”.
“Quien fuera el halcón que domina tus alturas y mirase en tu diáfana blancura… quien fuera valiente y quedar en tus entrañas como aquellas tres intrépidas criaturas que fueron tuyas y te amaron tanto”, es parte del poema de su padre.
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