Cuentos breves y extraordinarios (Lumen, 2024; Raigal, 1955, en la colección Panorama, dirigida por Ernesto Sabato), derroca al menos dos mitos sobre el cuento brevísimo, que cada tanto replican algunos con el afán de quienes avivan fuegos en terrenos baldíos por simple provocación o por la atracción que ejerce lo que brilla. El primero es que esa forma de escritura es consecuencia de la fugacidad de nuestra época, de lo inmediato de las redes sociales que nos exigen escribir rápido, poco y con gracia insípida. El segundo es que resulta de la falta de tiempo de quien escribe esas historias, una secuela de la premura del autor y, por tanto, su brevedad no obedece a una vocación por lo insondable ni a una depuración del lenguaje, sino simple y llanamente a que el reloj es el verdugo de la palabra.
Los antologadores, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, que eran sobre todo lectores lúdicos, sabían que el microrrelato era tan antiguo como las vasijas orientales y que constituía, ya no digamos un género en sí mismo, sino una tradición de escritura que atravesó siglos, dinastías, naciones; formas de la prosa como la fábula, la parábola y la anécdota, y tópicos clásicos como los sueños, la muerte, el amor y la vida. Ya desde la nota preliminar se referían a esta escritura como “lo esencial de lo narrativo”, el núcleo que compone todo organismo literario: “lo demás es episodio ilustrativo, análisis psicológico, feliz o inoportuno adorno verbal”, apuntaban.
El texto de contraportada de la primera edición anticipaba sobre la naturaleza de los cuentos reunidos, que, “al ser llevados a primer plano, adquieren una imprevista autenticidad dolorosa porque ella nos expresa que no sólo somos fantasmas de lo alto y lo interior —en términos clásicos, de Dios y de Satán—, sino y sobre todo fantasmas de nosotros mismos”. En esta edición, 70 años después, se antepone la amistad entre los autores argentinos, que trascendió casi a la par de sus trabajos en conjunto, como una estampa de “la notoria pasión que compartieron a lo largo de sus vidas por la narrativa”, que deviene en “su selección exquisita”.
PERO LO ESENCIAL también es lo apócrifo. Entre los ciento diez textos que recogen de diversas épocas y culturas —desde Las mil y una noches, Stevenson, hasta Kafka y Alfonso Reyes (el único mexicano incluido, aunque hay una sospechosa mención de un o una tal H. Garro)—, Borges y Bioy se permitieron incluir textos que pasan por verídicos, cuando en realidad son paráfrasis o ficciones atribuidas. Cerca de un cuarto del total de las historias fueron creadas por ellos, lo que me lleva a pensar que, como hicieron con la Antología de la literatura fantástica (en la que también colaboró Silvina Ocampo), los antologadores despliegan una poética de la edición que convierte al género de la antología en una obra de arte en sí misma.
Lucas Adur, en su artículo Lo esencial de lo narrativo está en estas piezas, reconoce cuatro elementos creativos en la antología que hacen que no se trate sólo de una colección ilustrada, sino de una construcción literaria autoral: el montaje, el recorte, la creación de títulos y la inclusión de textos propios.
Sobre el montaje, Adur indica que los microrrelatos “parecen haber sido dispuestos por Borges y Bioy de modo que formen secuencias (generalmente, a partir de algún elemento temático) y se lean con cierta continuidad entre sí”. Quizás el mejor ejemplo de lo que estamos describiendo lo encontramos en la relación que se establece entre “Distraerse” (Henri Michaux) y “El indiferente” (Pío Baroja). El primero finaliza con esta afirmación: “Ese perfecto taoísta, completamente borrado, no veía las diferencias de nada”. A continuación, el fragmento de Pío Baroja se abre con puntos suspensivos, lo que refuerza la continuidad entre ambos: “…como el andaluz a quien le preguntaban si era Gómez o Martínez y contestaba; es igual, la cuestión es pasar el rato”.
LOS ANTOLOGADORES, JORGE LUIS BORGES Y ADOLFO BIOY CASARES, QUE ERAN SOBRE TODO LECTORES LÚDICOS, SABÍAN QUE EL MICRORRELATO ERA TAN ANTIGUO COMO LAS VASIJAS ORIENTALES
EN SU MONUMENTAL DIARIO, ese volumen inabarcable intitulado Borges, Bioy Casares anota sobre la antología:
Borges me dice que es un libro maravilloso (tuve que darle ánimo cuando lo preparamos; entonces no creía que fuera tan bueno): “Tendría que ser más largo. Como es corto, van a leerlo de corrido; entonces parecerá que un cuento equivale a otro. Habría que leerlo de a poco, un cuento por vez”.
La advertencia no es menor: leída de golpe, la minificción corre el riesgo de volverse uniforme, de diluir la singularidad de cada pieza en el conjunto. Pero si se lee con pausa, con la atención que se da a un poema, cada texto revela su arquitectura interna, su filigrana conceptual.
En Cuentos breves y extraordinarios se juega con las nociones de autoría, verdad y estilo. Leída con atención, la antología no sólo ofrece un recorrido por la historia universal de la brevedad, sino también una lección magistral sobre el arte de narrar. ¿Qué otra cosa es escribir sino inventar, recortar, volver a nombrar? ¿Qué sería de la tradición latinoamericana sin “El sueño de Chuang Tzu”, “El silencio de las sirenas” de Kafka o “En el insomnio” de Virgilio Piñera? Borges y Bioy hacen que la forma misma encarne el sentido: condensan, desplazan, ironizan. La brevedad no es aquí (nunca lo es) un límite, sino un valor estético, una forma de pensamiento, una visión del mundo, tan vasta como el universo.