En vida, todo separaba a Ernesto Che Guevara de Federico García Lorca. La sensibilidad prodigiosa del poeta español era la antítesis del fanatismo violento del guerrillero argentino. Tuvieron, en cambio, una muerte muy parecida, uno en Bolivia en 1967 y el otro en España en 1936. Ambos fueron vilmente asesinados y sus restos enterrados en lugares secretos para que nadie pudiera rescatarlos y rendirles homenaje.
No se ha podido hasta ahora ubicar esas tumbas, y no ha sido por no haberlo intentado, incluso con las técnicas más sofisticadas. Acaba de ocurrir en España, donde arqueólogos y geólogos han abierto zanjas infructuosamente durante mes y medio para localizar el cuerpo del poeta. Los verdugos lograron su objetivo, pero nunca se imaginaron el morbo y las maniobras políticas a los que daría pie, décadas después, la búsqueda de esas sepulturas clandestinas.
Las familias suelen ser las primeras interesadas en encontrar los cuerpos de sus seres queridos. Pero los Guevara y los García Lorca fueron desplazados por “intereses superiores”, los de la revolución en Cuba y los de la “recuperación de la memoria histórica” en España. Los familiares del poeta temían que la exhumación se convirtiera en un circo mediático y se opusieron rotundamente a la excavación del paraje donde se creía que estaba enterrado Lorca, cerca de Granada, en Andalucía.
A pesar de las enormes presiones ejercidas sobre ellas, sus sobrinas, Laura e Isabel García Lorca, han optado por una postura encomiable después de que el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón ordenara, el año pasado, la apertura de varias fosas de la guerra civil. Han pedido que se dejara al poeta donde fue sepultado, esté donde esté, porque quieren que siga “en compañía de todas las víctimas de los terribles crímenes cometidos por las tropas de Franco”. Se desmarcan así de quienes intentan hacer un uso político de la memoria histórica para ajustar cuentas de la guerra civil, setenta años después de los acontecimientos.
En Cuba, como siempre ha ocurrido en el último medio siglo, la decisión de buscar la osamenta del Che fue tomada por el propio Fidel Castro, bajo el ardid de una supuesta solicitud de los parientes del guerrillero. Él negoció los permisos con el entonces presidente de Bolivia y encargó esa delicada misión a los servicios de inteligencia de la isla. La revolución pasaba por un mal momento después del derrumbe de la URSS, su principal aliado, y Castro necesitaba relanzar la “mística revolucionaria”. Mandó construir un mausoleo en la ciudad cubana de Santa Clara para recibir los restos del Che antes de que aparecieran. Y, claro, aparecieron exactamente para la fecha programada, en 1997, cuando se conmemoraba el treinta aniversario de su muerte.
Que no fueran realmente los restos del Che era lo de menos: un forense cubano, con la complicidad de sus colegas del Equipo Argentino de Antropología Forense, se encargó de falsificar las pruebas científicas antes de presentarlas a la prensa internacional.
Semejante montaje es sólo posible en una dictadura, donde no se puede contrastar la información y denunciar la falsificación de datos. A ninguno de los expertos españoles involucrados en la búsqueda de los restos de Lorca se le pasaría por la cabeza manipular los enterramientos de la guerra civil. El jefe del equipo, el arqueólogo Francisco Carrión, no está dispuesto a poner en riesgo su prestigio para dar satisfacción a cualquiera de las partes. “Hubiera sido más satisfactorio para mí encontrar una o varias fosas”, reconoció la semana pasada, “pero lo más importante es contar objetivamente las cosas y la ciencia nos dice que ahí nunca ha habido nada.”
No han faltado, sin embargo, los oportunistas de turno. El más descarado ha sido el historiador irlandés Ian Gibson, que recogió, años atrás, un testimonio sobre la supuesta ubicación de la tumba de Lorca. Gibson logró convencer a la Administración andaluza de que financiara el rastreo de la zona y, ahora, dice que “tiene la obligación moral de seguir buscando” más allá de los límites que él mismo había señalado. El historiador no acepta haberse equivocado.
Pasó algo similar con el Che. Un periodista estadunidense se atribuyó la responsabilidad de haber llevado a los cubanos hasta la tumba del guerrillero. Nunca se le ocurrió que los cubanos lo utilizarían para dar credibilidad al montaje. Hoy, apoya la cruzada de Gibson para encontrar esos huesos tan codiciados por aquellos que no entienden las razones “históricas, morales, políticas y emocionales” evocadas por la familia de Lorca para dejar el poeta en paz.
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