Por razones diversas suelo ver poca televisión. Pero lo que yo observé el 1 de diciembre en el noticiero principal de Televisa fueron declaraciones ministeriales y afirmaciones concretas de un presunto narcotraficante, actualmente detenido por las autoridades, en el sentido de que el periodista Ricardo Ravelo, del semanario Proceso, le habría pedido 50 mil dólares a cambio de dejar de atacarlo en la publicación.
Ni la nota de Televisa ni las declaraciones del detenido precisan el detalle de dónde, cuándo y cómo le habría sido entregado el dinero a Ravelo, el cual niega haberlo recibido, pero el presunto narco sugiere que así ocurrió pues dejó de aparecer en la revista hasta el momento en que fue capturado por la policía.
Proceso y Ravelo han reaccionado señalando que se trata de un montaje del gobierno. Puede ser.
Es muy probable que en la decisión de airear los dichos del presunto delincuente exista una clara inquina de Televisa contra Proceso y éste fue un buen pretexto para saldar años de recibir ataques desde el semanario.
Y es altamente probable que la filtración de las declaraciones haya sido cortesía del gobierno.
Pero nada de eso satisface el derecho del público a saber la verdad de los hechos, es decir, si hubo o no extorsión, entre otras cosas porque la televisora no ha aportado datos puntuales de la forma como habría ocurrido y Ravelo se ha limitado a decir que “no es un debate sobre el tema de si hay testigos, si hubo pago, si se deben o no de utilizar las figuras de testigos protegidos, no es un debate periodístico, es un golpe político del gobierno”.
La revista, por su parte, dice extrañamente que no presentará una demanda ante los tribunales.
El resultado, en cualquier caso, es que el pleito hace surgir la gran interrogante acerca del tipo de relaciones que algunos medios de comunicación sostienen con agentes externos a su trabajo —llámese gobierno, narco, empresarios, partidos y un largo etcétera— y cómo esas relaciones introducen una enorme opacidad y serias dudas sobre el profesionalismo, la credibilidad y la confianza en el trabajo de los comunicadores.
No se trata, desde luego, de un dilema periodístico sobre fuentes o sobre cómo se consigue información más o menos exclusiva o privilegiada. Para nada. De hecho, da igual si son afirmaciones ministeriales de un delincuente sobre un periodista transmitidas por televisión o el extravagante encuentro del fundador de una revista con un narco publicado en portada.
Lo relevante sería saber el costo que se paga por ello, es decir, los tratos y favores que no tienen que ver con el hecho mismo de obtener información sino con el mantenimiento de relaciones peligrosas de otra naturaleza que pueden pervertir seriamente los principios básicos sobre los que se supone debiera funcionar un periodismo de verdad independiente.
Independiente de todos, por supuesto.
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