Si bien los ejemplifica con cuatro —tres muy conocidos y otro demasiado menor— Carlos Salinas ha provocado, en su libro más reciente, Democracia republicana. Ni Estado ni mercado: una alternativa ciudadana , Debate, 2010), un debate indispensable sobre el papel de los, así llamados, intelectuales —tanto los orgánicos como los públicos, por decirlo de algún modo— en la definición de las alternativas que México tiene para consolidar su democracia, su institucionalidad y, más relevante aún, para crecer y desarrollarse.
Por varias razones es un debate oportuno.
La primera es que en tanto la política mexicana se ha vuelto puramente mediática —y con ello ha herido la calidad del diálogo— ha proliferado entre antiguos escritores y académicos una especie de necesidad, casi una profunda ansiedad de visibilidad y de acumulación de capital relacional no para, con saludables excepciones desde luego, discutir realmente las opciones nacionales en variados campos o influir de manera decisiva en la conformación de una opinión colectiva que presione a adoptar determinadas políticas públicas, sino más bien, eso parece, para entregarse a la superficialidad del show business, ganar notoriedad (y algo de plata), explotar una colección de intereses particulares, establecer contactos rentables y, sin duda, disfrutar discretamente (y a veces no tanto) de los privilegios, negocios y placeres de la corte.
El costo de esa tendencia tan extendida es que parece haberse perdido el sosiego y la distancia para discutir los problemas del país con mayor sofisticación intelectual, para reflexionar con más rigor y claridad y, en suma, para pensar con más profundidad y verdadera independencia y con menos chabacanería. ¿Dónde están, por ejemplo, los Tony Judt, los Marc Fumaroli o los Malcolm Gladwell del México de esta hora? No, obviamente, en lo que vemos.
La segunda cuestión es que parte de la cohorte de intelectuales ha tenido que construirse su parcela individual ante la orfandad en que los dejó el ventarrón de la alternancia y refugiarse en nuevos regazos —gobiernos, partidos, universidades o empresas— diestros en la cooptación y el encantamiento, prácticas a las que, por cierto, fueron frecuentemente sensibles en el pasado.
Una relación de esa naturaleza, por tanto, hace poco nítida (o eventualmente disfraza) la “organicidad” de algunos intelectuales y, en consecuencia, castra la independencia política, afecta la calidad analítica y termina ofreciéndole al público gato donde debiera haber liebre.
Y el tercer saldo es que tal opacidad impide saber si algunos intelectuales actúan como disidentes, constructores o estadistas o bien como políticos, propagandistas, militantes o legitimadores de una o varias causas, a lo cual tendrían derecho desde luego, en especial si lo admiten abiertamente y si el público entiende en nombre de qué intereses actúan.
Tal vez sucede lo que bien decía don Manuel Azaña: “el intelectual que abandona la especulación pura debe advertir que no se disminuye —ésa es su generosidad y su sacrificio—, pero su comercio con el público es ya distinto y otra la disciplina”.
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