Luis de la Barreda Solórzano
El caso del niño Hendrik Cuacuas es un ejemplo del papel benéfico que pueden jugar los medios de comunicación simplemente informando sobre hechos relevantes y dándoles el debido espacio de acuerdo con su importancia.
Hendrik recibió un balazo en la cabeza mientras veía una película en compañía de su padre en el Cinépolis de Iztapalapa. El reportaje al respecto fue la nota principal de La Razón, cuyo director, Pablo Hiriart, comprendió desde el primer momento la relevancia del infausto suceso, al que posteriormente le dieron amplia cobertura y atento seguimiento los demás medios de comunicación. Esa resonancia puso a trabajar sobre el asunto a la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Antes de eso prevaleció la ataraxia que afecta en todo el país a los órganos persecutores de los delitos. Transcurrió todo el paleolítico —diez días— para que la Procuraduría “asegurara” la escena del crimen —lo que debe hacerse sin demora en todos los casos—, gesto inútil y revelador del grado de descuido con que se procesan las investigaciones incluso de los homicidios, como lo hizo notar Julián Andrade en este diario. El niño falleció a los dos días de hospitalizado. De toda hospitalización por lesiones se da vista inmediata al Ministerio Público. Pero a los agentes ministeriales no les corre prisa por agilizar las investigaciones. Sin el reportaje de Carlos Jiménez y la réplica en otros medios, tal vez Hendrik hubiera sido una mera adición a la estadística criminal, una víctima más de los numerosos homicidios no investigados. Nada le devolverá la vida, pero lo sucedido debe servir como alarma respecto de la negligencia de las autoridades de procuración de justicia.
Salvador Camarena ha escrito también en este periódico: “Que las autoridades del Distrito Federal no investiguen la muerte de un niño por un disparo a mí no me extraña. Es el patrón nacional”. Si no extrañeza, lo que debiera provocar esa desidia es la exigencia cívica de que las autoridades cumplan invariable y diligentemente con su deber. Pero lo que sí extraña es la magnitud de las divergencias entre el Instituto de Ciencias Forenses del Distrito Federal y la Procuraduría capitalina. El Instituto informó que el disparo se hizo a una distancia de metro y medio, directo hacia la víctima, de adelante hacia atrás, y que el calibre del proyectil era 22. La Procuraduría indicó, en cambio, que se trató de una bala perdida, calibre 9 milímetros, disparada desde fuera del inmueble, la cual siguió una trayectoria de descenso, traspasó 12 centímetros del techo de lámina y fibra de vidrio, atravesó un espacio de dos metros hasta llegar al plafón falso que también perforó y finalmente recorrió seis metros hasta alcanzar la cabeza del niño. No son pequeñas diferencias entre ambos dictámenes sino contradicciones abismales que provocan escepticismo. También causa estupefacción que en el techo del inmueble se hayan encontrado 16 balas.
Hace dos días el Jefe de Gobierno del Distrito Federal ordenó un operativo, con la participación de 500 policías, para encontrar al autor del disparo letal. Quieran los dioses que lo encuentren, aunque en materia de investigación criminal, por decirlo con la certera y concisa fórmula de Edmond Locard —pionero de la criminalística, llamado el Sherlock Holmes francés—, el tiempo que pasa es la verdad que huye.
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