La inocencia es una bendición. Observe a un crío que comienza a dar sus primeros pasos. Mire cómo descubre el mundo a su alrededor. Admire su sonrisa limpia y su mirada transparente. Ya lo dijo William Blake en sus poemas: los infantes viven en un estado de pureza, ingenuidad y alegría. Aunque pueden padecer desgracias espantosas, todas ellas provienen del mundo hostil que los rodea. Dentro de su cápsula de inocencia no hay un miligramo de malicia. Cuando un niño causa algún mal, por ignorancia o descuido o incluso por enojo, eso no lo hace malo.
Los niños son inocentes en un doble sentido de la palabra: no tienen malicia y no pueden ser juzgados como culpables de sus actos. Los adultos, por el contrario, no somos inocentes en ninguno de los dos sentidos. Si pudiéramos leer la mente de la gente que camina por la calle seguramente descubriríamos las intenciones más malignas. Todos hemos mentido, traicionado, robado, sólo por mencionar algunas de las transgresiones más comunes. No hay quien no merezca castigo. Cargamos con nuestras culpas, pequeñas o grandes, hasta el último día de nuestra existencia. Por eso nuestra necesidad de redención es tan poderosa. No sorprende que las prácticas cristianas de la confesión y de la absolución sigan teniendo un poderoso efecto terapéutico.
Cuando los adultos pensamos acerca de nuestra inocencia imaginamos un paraíso perdido. Nuestra inocencia se ha quedado en un pasado cada vez más remoto, en una infancia tan lejana que nos parece aquella mítica edad de oro descrita por Hesíodo. Pero somos incapaces de concebir una inocencia futura que nos resulte deseable. Nos enternece la inocencia de nuestros hijos pero nos aterra la idea de volver a ser inocentes como ellos. Los adultos conciben la inocencia futura como una desgracia. Esa es una de las pesadillas de la vejez. Un anciano inocente es tratado como un minusválido, un enfermo o un demente.
Los adultos queremos redención, pero no queremos inocencia. Encuentro aquí cierto aire de paradoja. ¿Acaso una inocencia recobrada no sería garantía para no volver a perderse en la gruta de la maldad? Si le pedimos a Dios que nos perdone por nuestros pecados, ¿por qué no habríamos de pedirle que nos ayudara a volver a ser inocentes para ya no pecar más?
No ignoro que la cuestión resulta extraña. Pero la filosofía nos invita a plantearnos interrogantes que normalmente parecen irrelevantes. La respuesta que demos a la pregunta aquí planteada nos permitirá comprender mejor de qué manera concebimos el devenir de nuestras vidas desde una perspectiva moral.
Una respuesta negativa a la interrogante planteada es que el mayor reto para el ser humano es alcanzar la perfección moral preservando toda su experiencia, astucia e incluso su malicia. No hay mérito en la bondad del inocente, se nos diría. Los adultos tenemos que superar las pruebas que se nos presentan día a día por medio del juicio correcto, de la prudencia e incluso de una pizca de buena suerte. El reto es llegar al final de nuestra vida sin merecer castigo. Quienes piensan así consideran que la vida moral es como una competencia en la que el máximo trofeo consiste en no verse obligado a pedir clemencia ni perdón, ya que se superaron con éxito todas las pruebas morales. Desde esta perspectiva, los inocentes no entran en la prueba, no son merecedores del premio.
Tengo dos observaciones que hacer a esta manera de entender la vida moral. La primera es que me parece demasiado optimista suponer que es posible vencer en ese maratón del bien. Quizá dos o tres santos han podido llegar a la meta, pero la enorme mayoría de los mortales es incapaz de acabar la carrera sin caer en las tentaciones, las distracciones y las debilidades que se nos cruzan en cada momento. Mi segundo comentario es que parece haber cierta arrogancia en suponer que podremos terminar nuestras vidas sin tener que pedir perdón, sin tener que rogar por clemencia.
Desde esa concepción de la existencia, tal parece que lo que más importa, lo más admirable, es alcanzar la dificilísima victoria moral y no sencillamente haber llevado una vida en la más perfecta bondad. ¿Acaso esto significa que, para quienes piensan así, hay, por encima del bien, algo más alto?
guillermo.hurtado@3.80.3.65