Qué mejores tiempos que estos, cuando un presidente de Estados Unidos insiste e insiste en que México “saca ventaja” de su gran vecino del Norte, para leer En busca del señor Jenkins (CIDE/ Debate, 2016), la espléndida biografía del empresario estadounidense, William O. Jenkins, escrita por el historiador Andrew Paxman. Cuando un magnate que odia a México llega a la Casa Blanca, la vida de otro, que se hizo rico en México, es contada en todos sus matices y todas sus facetas.
William O. Jenkins provenía de una familia luterana de Bedford, Tennessee. En sus estudios juveniles en el colegio Peoples and Morgan y en la Universidad de Vandervilt, a fines del siglo XIX, se interesó en la historia de algunos norteamericanos en México. Le fascinaba el caso del filibustero William Walker, quien intentó crear una república independiente en Baja California y Sonora, en los años 1850, y luego conquistó Nicaragua, país que llegó a presidir por un año. O el del confederado Isham Harris, gobernador de su estado natal, que se puso a las órdenes de Maximiliano para combatir al ejército juarista. O el de Henry Cooper, senador por Tennessee, que creó un emporio minero en Chihuahua, en el Porfiriato temprano.
Con esos referentes, Jenkins llegó a México a principios del siglo XX y se instaló en Puebla, luego de una breve estancia en Texas. En Puebla, trabajó en los ferrocarriles y montó una empresa textil que para el momento del estallido de la Revolución se había convertido en uno de los principales negocios de su tipo en el estado. Su salto a la opulencia, narrado con maestría por Paxman, se produjo en 1917, cuando siendo agente consular de Estados Unidos, fue víctima de un secuestro —para muchos, en realidad, un autoplagio—, por el que el gobierno de Venustiano Carranza pagó un generoso rescate.
Paxman se inclina más por el secuestro que por el autoplagio, sin hacer afirmaciones definitorias sobre un hecho todavía controversial, atiborrado de pruebas circunstanciales. Pero de lo que no duda el historiador es que a partir de entonces Jenkins comenzó a figurar como estereotipo del gringo capitalista y depredador. Una imagen que fue afianzándose en las décadas siguientes, a medida que la riqueza del empresario crecía con el negocio azucarero poblano y su amistad como los hermanos Ávila Camacho, especialmente con Maximino, gobernador del estado, que lo protegió de la ojeriza de
Lázaro Cárdenas.
Ni las cuantiosas inversiones en beneficencia, ni la gran apuesta por el cine mexicano, en su época dorada, salvaron a Jenkins de una impopularidad fundada, en buena medida, en sus lazos venales con el PRI. Era aquella gringofobia, como bien expone Paxman, un sentimiento ambivalente, en el que el nacionalismo mexicano daba muestras de la flexibilidad fronteriza que lo define. Siempre hubo dos leyendas sobre Jenkins en México, una negra y la otra rosa, que muchas veces fueron de la mano. El magnate era un símbolo de la explotación pero también de la promesa de un México industrial y moderno.
El libro de Paxman describe la gringofobia mexicana como algo diferente al antiyanquismo de la zona caribeña y centroamericana. En Cuba, por ejemplo, la cultura popular no es antiestadounidense, como tampoco lo es el nuevo empresariado que comienza a vertebrarse en la isla. Pero el desprecio por Estados Unidos que se cultiva dentro de la burocracia ideológica cubana, formada en la escuela soviética, raras veces se encuentra en el pueblo o las élites mexicanas. La irónica gringofobia mexicana no forma parte de eso que conocemos como “antimperialismo”.
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