En el siglo XX fuimos testigos del estallido de poderosas revoluciones: México, Rusia, China. Las revoluciones, como se sabe, son destructivas: su primer objetivo es echar por tierra al viejo régimen.
Pero las revoluciones también son constructivas: una vez que han acabado con el viejo régimen, edifican uno nuevo, con la esperanza de que sea mejor que el anterior. Una revolución es un torbellino de fuerzas destructivas y constructivas en las que, se supone, deben predominar, a la larga, las segundas.
Hoy se considera que las revoluciones son cosa del pasado. Nadie quiere revivir su fuerza destructiva. Pero el precio que hemos pagado es que también hemos renunciado a su fuerza constructiva. Los cambios, si los hay, son diminutos, lentos, casi siempre frustrantes.
Cuando en México se planteó la posibilidad de una transformación durante las elecciones del año pasado, se abrió un horizonte conceptual que nos permitió ir más allá de la dicotomía entre la revolución y el estancamiento.
La diferencia entre una revolución y una transformación —tal como yo la entiendo— es que en una revolución se destruye primero y se construye después, mientras que en una transformación todo se reconstruye de acuerdo con un plan maestro.
Es importante que esta diferencia quede clara. No es lo mismo el acto de destruir lo viejo seguido del acto de construir lo nuevo, que el proceso continuo de reconstrucción de lo que existe, para mejorarlo de acuerdo con un proyecto alternativo.
Usemos una analogía: no es igual derruir un edificio viejo para levantar uno nuevo en su sitio, que transformar el edificio original para renovarlo, ampliarlo y optimizarlo. Mi idea de la transformación es la segunda.
El concepto de transformación —y la esperanza que lo acompaña— fue introducido en nuestro discurso público —y en nuestro imaginario colectivo— por el Lic. López Obrador. No se le puede escamotear este mérito histórico. Sin embargo, una vez en el poder, el Lic. López Obrador no ha estado a la altura de lo que prometió.
Muchos mexicanos pensamos que México debe cambiar en serio y que ese cambio debe tomar la forma de una transformación. Sin embargo, nos preocupa que en el gobierno actual las fuerzas destructivas a veces predominen sobre las fuerzas constructivas. El ejemplo más dramático es el del aeropuerto de la Ciudad de México. Una gigantesca estructura que ha quedado abandonada, a la merced de los elementos, como un símbolo de la destrucción del viejo régimen. México no necesita más destrucción inútil, caprichosa, costosa. Lo que necesita es más reconstrucción inteligente, generosa y benéfica.
No podemos seguir esperando a que el Presidente transforme al país como lo prometió en su campaña electoral. Somos nosotros, los ciudadanos, quienes tendremos que ocuparnos de que el país se transforme de manera pacífica, democrática y virtuosa. Para ello, tendremos que organizarnos políticamente como nunca antes lo hemos hecho.

