Tal vez ya deberíamos pasar de la discusión entre las transfeministas y sus detractores a la constatación de algunos hechos. Sea como sea que definamos “mujer” y “hombre”, correr de la casa a un menor de edad, con el argumento de que “¡es un degenerado!” o de que cayó en las garras de la ideología de género, es un delito. El delito de abandono de personas. También es, legalmente, un incumplimiento de obligaciones alimentarias (comida pero también vestido y techo). Además es discriminación.
Y, sin embargo, sobran padres mexicanos que echan a sus hijos a la calle, por vestirse o hacerse llamar distinto a su sexo. El Estado y la sociedad civil mexicanos ni siquiera tenemos que esperar contar con una nueva ley para proteger a esos menores. Ahí están las fiscalías y los tribunales.
Según Fernando Savater, la “ideología trans” que “ofrece a los niños desde los 4 años o antes la posibilidad de «elegir» su sexo y modular su género” es “una de las peores perversiones (sic) educativas (que cuenta con el apoyo contagioso de las redes sociales pero también de docentes y médicos sin escrúpulos)”. El filósofo español se apoya en dos psicoanalistas francesas, Eliacheff y Masson, autoras del libro La fabricación del niño-transgénero. Según ellas, los menores sufren debido a las redes sociales, a un bombardeo publicitario que hace atractivo el cambio de sexo, una moda que confiere atención a quien la necesita.
Pero esas opiniones no cambian el derecho penal y civil. Cuando los padres se enfrentan a un menor de edad que exige cambiar su acta de nacimiento, de Juan a María o viceversa, tienen dos opciones: pueden tratar de convencerle de que es víctima del contexto, de las redes y las modas. En ese caso, pueden intentar comprarle ropa neutra, dejarle elegir su corte de pelo y su deporte (box, ballet, etcétera). Esto es, renunciar a estereotipos de masculinidad y femineidad. O bien, los padres tienen la opción de aceptar lo que pide la menor y acompañarla al Registro Civil. Es decir, pueden ayudarle a cambiar de género si ello es legalmente posible en el lugar donde viven.
Resolver ese primer dilema forma parte de la libertad de un papá y de una mamá. Pretender criminalizar a padres ordinarios, quizá religiosos, por actuar así en una primera etapa es incorrecto. Comparar esas primeras reacciones familiares con terapias de conversión o, en el extremo opuesto, con una “perversión” (como hace Savater) es exagerado.
Pero esto cambia cuando la primera estrategia no funciona y una niña no acepta meramente dejar de usar falda y exige ser legalmente un niño trans.
En este último caso, no sé de qué sirvan las especulaciones de Savater y las francesas. Moda o no moda, cromosomas o no, la vida de la persona es primero. Los padres que toleran que su hijo acabe viviendo en la calle, antes que concederle un cambio de género, arruinan su existencia. Son culpables de delitos. Aunque los progenitores tengamos un margen de reacción para proteger a nuestros hijos, no es así para perjudicarlos.