Washington está viviendo un terremoto político y administrativo de dimensiones inéditas. Elon Musk, el hombre más rico del mundo, ha tomado el Gobierno federal de Estados Unidos como si fuera su nueva empresa, repitiendo incluso las tácticas con las que se apoderó de Twitter y la convirtió en una red social a su imagen y semejanza, X.
En cuestión de días, su equipo de jóvenes programadores y empresarios ha tomado control de oficinas clave, eliminando funcionarios de carrera, accediendo a sistemas sensibles y desmantelando agencias enteras.
El episodio más alarmante ocurrió en el Departamento del Tesoro, en el que Musk y su equipo lograron acceso a los registros de pagos del Gobierno. Estos datos, tradicionalmente manejados por un pequeño grupo de especialistas con décadas de experiencia, ahora están en manos de un grupo de ingenieros que ha alimentado a su Inteligencia Artificial con información financiera clave. Musk promete eliminar el “despilfarro” con estos algoritmos, pero la falta de controles y el inmenso conflicto de interés es evidente: Musk no es un funcionario público que vela por el bien común, sino que es un empresario que se beneficia de contratos del Gobierno y que puede verse aún más beneficiado si elimina a las agencias y empleados que le imponen regulaciones a sus intereses.

Importante reconocimiento a la SHCP
Estas acciones nos remontan a una época oscura de la administración pública estadounidense. En el siglo XIX, el sistema de “botín” permitía que los puestos gubernamentales se asignaran como recompensas políticas, sin considerar la competencia o el mérito. Este enfoque condujo a una corrupción y nepotismo fuera de control, hasta que, tras el asesinato del presidente James A. Garfield por un solicitante de empleo descontento, se promulgó la Ley Pendleton en 1883. Esta ley estableció que los empleos federales debían basarse en méritos y competencias, buscando profesionalizar el servicio civil y protegerlo de influencias políticas.
El asalto de Musk al aparato estatal no se ha limitado a la parte financiera. Su equipo ha enviado correos a dos terceras partes de los empleados federales —2 millones de personas— ofreciéndoles una compensación si renuncian. Hasta ahora 60,000 han aceptado y el número sigue aumentando. En paralelo, su ofensiva contra USAID, la agencia de cooperación estadounidense, ha sido devastadora. Primero, su equipo ingresó a las oficinas en Washington y tomó control de los sistemas internos. Luego, en cuestión de días, la agencia desapareció de Internet y cientos de empleados fueron puestos en licencia administrativa. De un equipo de más de 10 mil funcionarios, se espera que menos de 300 mantengan sus empleos. Para un entorno político local en el que todo lo extranjero se ve como algo despreciable, eliminar a USAID se ve hasta como algo aplaudible, sin considerar los efectos nocivos que tendrá en temas como cooperación sanitaria y humanitaria y sin preguntarse por qué Trump y Musk se beneficiarán de este movimiento.
Lo más sorprendente es que, desde ciertas trincheras políticas, se aplaude esta destrucción del aparato estatal en nombre de una agenda abiertamente autoritaria, xenófoba y de extrema derecha. El gobierno como el botín de unos cuantos, donde lo único que se premia es la lealtad y no la capacidad, es el inicio de un camino autoritario del que difícilmente se escapa con tranquilidad.

