Una advertencia, apreciables lectores, por si hubiera alguien que no haya visto ya ambas películas y quiera abstenerse de conocer detalles sobre los argumentos y el final, no siga con la lectura de esta columna.
Resulta curioso que dos de las cintas más nominadas en la 97ª entrega de los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, mejor conocidos como los Oscar, tengan como denominador común temáticas relacionadas con cromosomas, genitales y cambio de género.
Empecemos por Cónclave (Dir. Edward Berger). El guion de Peter Straughan es extraordinario, sin fisuras. Se trata de un thriller psicológico que lleva al espectador por el proceso que va, desde el anuncio de la muerte del Papa, la celebración del cónclave y el anuncio de su sucesor. El libreto es extraordinario porque hace que el espectador se vea inmerso en uno de los procesos más interesantes en la elección del líder de la Iglesia con más fieles en el mundo, quien además es el monarca de un pequeño, pero muy influyente, Estado soberano.

Mejor firmes que perder la visa
Más allá de los reflectores puestos sobre la elección misma, la liturgia y procedimientos que se utilizan en la elección papal son objeto de enorme interés, dada la secrecía de lo que ocurre en un cónclave. Desde luego, para efectos dramáticos, hay aspectos bastante alejados de la realidad —quizá alguno pueda incluso considerarse como herejía—, pero estas licencias creativas hacen que el libreto sea redondo. La vuelta de tuerca del final está realmente muy bien lograda.
Por contraste, está el caso de Emilia Pérez. Jacques Audiard es, sin duda, un director hasta ahora con una trayectoria importante. Pero, así como “al mejor cazador se le va la liebre”, esta película es sencillamente un fiasco por varias razones. Sin recurrir a argumentos chauvinistas o patrioteros, de todos modos, la visión de Audiard es pobre, limitada y, en extremo, irresponsable.
No es válido presentarla como el instrumento que puso en el ojo público el tema de las desapariciones y la violencia; para eso ha habido un enorme esfuerzo de organizaciones de la sociedad civil, periodistas y ciudadanos. Y nadie niega la violencia en el país: no se puede ocultar lo que ocurre, por ejemplo, en Tabasco —más lejos que nunca de ser un edén—, pero la línea argumentativa de Audiard es deplorable y los clichés de la película, insufribles. En verdad, ¿a quién se le ocurre que un líder de un cártel se pueda convertir en una venerada figura religiosa por “su lucha” en favor de los desaparecidos? Y de la representación trans, pues ahí está la respuesta de los distintos colectivos sobre si es adecuada o no. Así que, más allá de mero entretenimiento —y más o menos—, la película no aporta nada… salvo, quizás, contribuir al daño reputacional a la imagen del país.
Lo interesante de esta entrega de premios y, particularmente, en el caso de Emilia Pérez, es que muy probablemente nada tendrá que ver con los méritos de la película, sino con toda la grilla en torno a ella. Más allá de que sea una decisión colectiva entre votantes en las respectivas categorías, es un hecho que la industria suele ser proclive a los demócratas, esquiva a los republicanos y muy anti trumpista. No pasará desapercibido qué postura política tomarán con su voto los integrantes de la Academia, ante la eliminación de las iniciativas DEI (diversidad, equidad e inclusión). Hollywood siempre ha estado muy politizado. Este año, desde luego, no será la excepción.
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