Dolorosa y desafortunadamente, la gran cantidad de mensajes violentos que recibimos rutinariamente ha provocado en las audiencias una especie de normalización.
Las imágenes en redes sociales, las primeras planas de un par de tabloides, al igual que los resúmenes de los cortes de noticias, derivado de la repetición y la crudeza, han provocado cierto tipo de adormecimiento en nuestra percepción.
Ha sido la difusión de diversas versiones —por confirmar— acerca de los hechos en Teuchitlán, lo que ha representado una sacudida en la opinión pública, que no se veía hace mucho tiempo. Las imágenes resultan sumamente dolorosas, caracterizadas por elementos cotidianos, personales, que transmiten esta sensación de que cualquiera de las víctimas podría ser uno de nosotros. ¿Qué elemento más personal que nuestros zapatos o nuestra mochila?

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Con razón, la Presidenta de México ha solicitado esperar a tener la información precisa de las investigaciones para emitir juicios y deslindar responsabilidades. No obstante, más allá de quién o quiénes pudieran ser los responsables por comisión u omisión, lo realmente importante se centra en la descomposición social que un sitio como éste representa.
La sacudida que nos da Teuchitlán debe servirnos para refrescar la memoria acerca de lo sucedido en San Fernando, Tamaulipas, en el 2010; en el Casino Royale en Monterrey, Nuevo León, en 2011; en Cadereyta, Nuevo León, en 2012; en Iguala, Guerrero, en 2014; en Colinas de Santa Fe, Veracruz, en 2016; en El Salto, Jalisco, en 2020, por mencionar sólo algunos de los trágicos eventos con mayor difusión en los últimos tiempos.
Decía el Presidente Andrés Manuel López Obrador y decía bien, que era prioritario “quitarle el agua al pez”, es decir, quitarle la base social a los grupos delincuenciales. En esa idea, brindar oportunidades de desarrollo a quienes menos tienen, permitiría que se negaran a participar de las actividades de dichos grupos. Sin embargo, desgraciadamente, la participación en muchas ocasiones no pasa por la voluntad.
Tragedia encarnada por mujeres y hombres que son engañados mediante promesas de recibir una oportunidad de empleo y con ella cierto ingreso, o reclutados por la fuerza por los grupos delincuenciales compuestos por otras mujeres y hombres igual o más desdichados, quienes proferirán dolor y humillación a las primeras. Una espiral de dolor y descomposición que pareciera no tener fin.
Frente a esta descomposición social, un Estado que lucha por recuperar el territorio y garantizar la paz, procurando respetar los derechos humanos y atender las causas, a la vez, intentando remediar el dolor que sufren miles de víctimas de la violencia; un reto sumamente complejo que llevará mucho tiempo resolver.
Teuchitlán nos sacude y debe obligarnos a trabajar intensamente desde nuestras trincheras para reconstruir nuestro tejido social, buscando que nadie más sea engañado u obligado a ser parte de la delincuencia organizada y a la vez, todos aquellos que hoy profieren violencia y dolor al prójimo, dejen de hacerlo.

