TEATRO DE SOMBRAS

El español de México

Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

La colección de Historias breves de El Colegio de México publica introducciones a temas de interés general. Una de las más recientes es El español de México, escrita por nuestro mayor especialista en el tema: Luis Fernando Lara. Durante varias décadas, Lara ha encabezado el equipo de lexicógrafos que ha redactado el Diccionario del español de México, cuya edición más reciente apareció en 2024.

Una sola palabra puede marcar una gran diferencia. Obsérvese que el libro de Lara no se llama “El español en México” sino “El español de México”. En contra de una corriente que afirma que el español es propiedad de los españoles y que aquí en México está como de prestado, Lara ha defendido que el español mexicano no se debe juzgar por su cercanía o lejanía con el peninsular. Nuestro español es propiedad de los mexicanos. En el siglo XIX, Ignacio Manuel Altamirano afirmaba que, así como habíamos tenido una independencia del dominio político español, debíamos hacer otra independencia del dominio lingüístico español, que no por más sutil resulta menos tiránico.

La historia fascinante que nos cuenta Lara en su libro El español de México es la de cómo la lengua de los españoles llegó a nuestras tierras en 1521 y se fue aclimatando a ellas hasta convertirse en nuestra lengua. El autor nos muestra, por medio de cientos de ejemplos interesantes, cómo se llevó a cabo ese proceso de mexicanización del idioma a lo largo de los siglos. El recorrido histórico que nos ofrece es muy ameno y lleno de sorpresas. Aprendemos, por ejemplo, que ya en el siglo XVI, en la época de Sor Juana, los mexicanos no pronunciábamos la “c” y la “z” como los castellanos, sino como lo hacemos ahora, igual que la “s”. También nos enteramos de cómo en México predominó el “tí” sobre el “vos” —que se sigue usando en el extremo sur del país— y el “ustedes” sobre el “vosotros”. Asimismo, Lara nos cuenta acerca de la manera tan rápida en la que se incorporaron al español mexicano palabras de los idiomas originarios del país, en especial del náhuatl.

Un asunto que nos toca muy de cerca es el de cómo escribir el nombre de México: con “x” o con “j”. Cuando vemos el nombre de México con “j” nos sentimos ofendidos y no sin razón. Resulta que en 1815 el Diccionario de la Real Academia Española decretó que las palabras que se escribían con “x” se escribieran con “j”. A los mexicanos no nos preguntaron si estábamos de acuerdo con que cambiara la grafía del nombre de nuestro país. Fue hasta 1970 que el real Diccionario concedió graciosamente que México se pudiera escribir con “x”, casi como para hacernos un favor.

Lara nos cuenta cómo después de la independencia los mexicanos comenzaron a estudiar su idioma con un enfoque diferente. El primero en defender la forma de hablar de los mexicanos como algo con valor en sí mismo y no como una deformación del idioma español fue Melchor Ocampo. A Ocampo debemos el primer esfuerzo por hacer un diccionario del español de México que no lo considerara como una deformación del español de España. La posición adoptada por Ocampo contrastaba con la de otros intelectuales de la época que estaban alarmados por las diferencias crecientes entre el español de los países americanos y el de España. El peligro que se corría, según ellos, era que cada país de América desarrollara su propio idioma y llegara un día en que no pudiéramos entendernos. Esa preocupación, manifestada por Andrés Bello en su Gramática de 1847, motivó la creación de las academias de la lengua en los países del continente, cuya función, supeditada a la de la Real Academia Española, ha sido la de preservar la unidad del idioma de acuerdo con la norma impuesta desde Europa. Como sabemos, esos miedos decimonónicos han resultado infundados: la industria editorial, la televisión y el Internet han ayudado para que sigamos entendiéndonos. Como indica Lara, las fuerzas centrífugas de nuestra lengua siempre han estado contrarrestadas por otras fuerzas centrípetas.

Conocer el pasado y el presente de nuestra lengua es una manera de conocernos a nosotros mismos. El libro más reciente de Luis Fernando Lara cumple con ese propósito de manera admirable.

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Javier Solórzano Zinser. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón