Ante la depredación y el exterminio horripilante que dominan las noticias mexicanas vuelvo a este pasaje: “En el corazón de mi voz emergente estaba la creencia de que la naturaleza contenía el secreto de la armonía y de la unidad, no sólo afuera de nosotros sino dentro, sin separaciones”. La cita es de Terry Tempest Williams, autora estadounidense cuyo presentimiento comparto.
La cámara rápida o time lapse, técnica fotográfica que muestra el paso del tiempo, acelera las imágenes para que en segundos atestigüemos lo que en realidad toma horas o días. Gracias a este recurso podemos apreciar “cómo las plantas se mueven, en varias direcciones, sin permanecer, como se cree, inmóviles”, señala Evando Nascimento en el ensayo “La inteligencia sensible de las plantas”. Qué cosa alucinante, constatar lo imperceptible al ojo. Sigue: “Y no se trata de un simple fenómeno mecánico de crecimiento. Las raíces, por ejemplo, se expanden según células sensoriales especializadas en detectar agua y nutrientes en el entorno”.
Xavier Villaurrutia intuyó chulamente los pálpitos de los que está dotado el universo vegetal, ése que menospreciamos por sentirnos absurdamente superiores. Al hablar de la rosa, el poeta dice que “[gira] tan lentamente que su movimiento / es una misteriosa forma de la quietud”. Sería riquísimo ver flores arqueándose, pero la vista humana no es capaz de percibirlo.

Magnicharters, de pena
Va otro rasgo fascinante: la naturaleza forma una verdadera comunidad, que desde las raíces comparte agua, nutrientes e información. Stefano Mancuso, botánico italiano, explica en esa maravilla de libro que es La planta del mundo: “La principal fuerza que modela la vida es la colaboración entre seres vivos [...] Las especies vegetales alcanzan un estado de ‘conveniencia recíproca’ mediante un lento pero constante ajuste de sus relaciones”. En vez de la lucha por sobrevivir atribuida a los mamíferos, la ayuda interespecies distingue a las plantas, en general poco relevantes en nuestra sociedad.
Mancuso y la ecóloga forestal Suzanne Simard han demostrado que los bosques no los forman seres aislados. Más bien se trata de enormes poblaciones interconectadas, a la manera de una corporatura poderosa. Ágil. Las raíces se comunican entre ellas y con los hongos que forman la micorriza para, de ese modo, optimizar la respuesta colectiva ante una plaga, la sequía o un invasor. Estos inauditos compañeros de planeta, además de crear su propio alimento, son inteligentes, porque saben resolver riesgos y aprovechar circunstancias benéficas.
Qué revolucionario sería cambiar el paradigma social del “animalocentrismo” (voz que tomo de Mancuso). Ojalá aprendamos del apoyo mutuo que es cotidiano entre especies verdes, en lugar de centrarnos en la furiosa victoria del más fuerte y el binomio depredador-presa que se atribuye a la zoología, en vez de considerarlo el principio que naturalmente ordena las relaciones entre organismos vivos, incluido el ser humano.
Los árboles “saben hablar”, escribió Carlos Pellicer. Sería bueno aprender su forma menos cruel de vincularnos.
julia.santibanez@razon.com.mx / @JSantibanez00

