El nuevo frente de batalla de Donald Trump no está en el Congreso, ni siquiera en los tribunales. Está en los campus universitarios, en los despachos de abogados y en cualquier rincón donde aún se defiendan ideas incómodas para el poder.
En las últimas semanas, el presidente ha congelado 2,200 millones de dólares en subvenciones federales a Harvard, ha amenazado con quitarle su estatus fiscal preferencial y ha exigido el acceso a datos de estudiantes extranjeros como condición para que la universidad mantenga sus privilegios. Todo esto, dice, para combatir el antisemitismo. Pero los hechos muestran otra cosa: no es una cruzada por la igualdad, sino un intento sistemático de controlar lo que se piensa y se dice en las instituciones que todavía no puede doblegar.
Trump no está solo. Su gobierno ha extendido este asedio a los grandes despachos de abogados que han representado causas contrarias a su agenda. Algunos, como Paul Weiss o Skadden Arps, han cedido ante la presión y se han comprometido a ofrecer millones en servicios legales gratuitos para proyectos promovidos por la Casa Blanca. Otros han optado por resistir, aunque con temor a perder contratos gubernamentales, licencias o incluso el acceso a edificios públicos, lo que les impediría litigar.

Magnicharters, de pena
¿Qué tienen en común estos objetivos? Que no son parte del aparato estatal, pero tienen influencia, recursos y legitimidad para interpelar al poder. Lo que está en juego no es sólo una disputa presupuestal o legal: es el derecho de las personas a organizarse, a disentir, a actuar colectivamente. En otras palabras, lo que está en juego es la sociedad civil, en el sentido más amplio que planteaba Alexis de Tocqueville: como ese entramado de asociaciones independientes que protege a la democracia del despotismo.
Los ataques de Trump no son un fenómeno aislado. Tienen eco en las restricciones que impone el régimen de Ortega en Nicaragua contra las ONG, en los nuevos registros y auditorías que Bukele impulsa contra organizaciones incómodas en El Salvador o en las nuevas leyes mordaza que se aprobaron en Perú la semana pasada para que perseguir y censurar el trabajo de las organizaciones de la sociedad civil. Todos estos casos comparten una lógica común: desmantelar la autonomía de los actores sociales no estatales, bajo la narrativa de proteger la seguridad, el orden o la moral nacional. Y todos buscan lo mismo: que las organizaciones más pequeñas se asusten, se callen o desaparezcan.
Trump, como Ortega, Putin, Bukele, Orban o Dina Boluarte han entendido que es más eficaz no enfrentar de frente a los jueces, sino impedir que alguien siquiera se atreva a llevarle la contraria en un tribunal. Por eso castiga a los abogados. No busca justicia, sino el silencio. Y en ese contexto, atacar a Harvard —que aún puede resistir con sus más de 50 mil millones de dólares de patrimonio— no es tanto una batalla contra una élite, sino un mensaje: “Si a ellos les hago esto, ¿qué crees que puedo hacer contigo?”.
No se trata de idealizar a las universidades o bufetes. Muchas veces han sido parte del poder. Pero el objetivo de este tipo de asaltos no es reformarlas, sino disciplinarlas. Y si ellas se someten, todas las demás —las que defienden derechos humanos o medio ambiente, quedarán huérfanas.

