La figura de la madre en el psicoanálisis se define por una carga simbólica profunda. No es sólo la mujer que gesta, que alimenta, que cuida. Es también y por encima de todo, la primera gran presencia que estructura la mente del sujeto. Desde Freud hasta Lacan, la madre aparece como esa figura primigenia que por su sola existencia, inaugura la experiencia del deseo en el niño. Pero también, por su falta —por no estar siempre, por no poder todo—, habilita al sujeto para empezar a existir como tal.
La madre es ésa que al principio parece estar toda para el bebé. El niño es el síntoma de la madre, decía Lacan, apuntando a la fusión temprana en la que el hijo funciona como un significante más en el discurso materno. No hay madre perfecta, ni debe haberla. La madre suficientemente buena, como la llamó Winnicott, es aquella que puede fallar, que se ausenta, que no responde de inmediato. Es en esa falta, en esa frustración, donde el infante puede empezar a construir un yo.
En consulta, aparecen con frecuencia frases como las siguientes: mi mamá siempre estuvo, pero nunca me vio; mi mamá estaba tan ausente que aprendí a no necesitarla; mi madre quería controlarlo todo incluyendo mi forma de ser; mi madre era muy buena (tal vez esta última la más complicada por la idealización sin procesar).

Ovidio costó vidas
Las huellas de la relación con la madre se repiten en los vínculos adultos. A veces se convierten en exigencias inconscientes hacia las parejas, hacia las amistades, incluso hacia la terapeuta. Cuando una consultante dice: sé que no tiene sentido, pero necesito que me digas que está bien sentirme así, no sólo pide contención: muchas veces está reclamando esa función materna simbólica que no fue suficientemente estable en su infancia.
La madre real nunca alcanza a ser la madre simbólica y eso es parte del drama psíquico, pero también es lo que posibilita el deseo. Si la madre colma todo, no hay falta y sin falta no hay movimiento. Sólo se desea lo que falta, escribió Lacan, recordando que el deseo nace en ese intervalo entre lo que fue dado y lo que no. Por eso las madres omnipresentes hacen tanto daño: siempre están ahí para resolverlo todo, darlo todo, comprenderlo todo, criando hijos paralizados que no pueden hacer nada sin su madre. La omnipotencia de la madre provoca la impotencia del hijo.
Resolver el Edipo significa que los hijos aceptan que no son lo único importante y amado para la madre, que ella tiene una vida, deseos, pareja, trabajo, amigas, otros intereses más allá de los de ser madre. Esta aceptación es promovida por una madre sana que no quiere ser el centro de la vida de los hijos, que acepta hacerse a un lado, respetar límites, acompañar sin asfixiar ni controlar. El sepultamiento del Edipo como lo llamó Freud, es un proceso fundamental para que aparezca un adulto diferenciado, autónomo.
Trabajar con la figura materna en terapia no siempre implica hablar de ella directamente. A veces aparece en los sueños, en los síntomas, en la transferencia. Una paciente puede decir odio que me escribas que no puedes atenderme esta semana, y detrás de ese enojo está la angustia infantil ante una madre que muchas veces no estaba.
La relación simbólica con la madre no se resuelve, tampoco se supera, sólo puede resignificarse. Se puede llorar por lo que no fue y agradecer lo que sí, pero sobre todo, se puede empezar a verla no como un mito, sino como una mujer con límites, carencias, secretos, con una historia propia que existía desde antes de la aparición de los hijos.
Valeria VillaLa madre que llevamos en la mente
