Según datos de la Secretaría de Salud, 3.6 millones de personas padecen depresión y ansiedad en México y la pandemia de Covid-19 duplicó la prevalencia de estos trastornos en comparación con cifras anteriores al 2019. El aislamiento social, el miedo al contagio, la incertidumbre económica, la enorme cantidad de muertos ocasionados por una gestión criminal de la pandemia, colocaron al país en el cuarto lugar de defunciones a nivel mundial. Además, la violencia generalizada: los 70 asesinatos diarios, las 125 mil personas desaparecidas; el hallazgo del rancho Teuchitlán se convirtió en la imagen de México en el mundo, la de una necromáquina, como lo ha nombrado Rossana Reguillo.
Este panorama ha generado traumas psicológicos, ansiedad y estrés postraumático en la población.
A pesar de esta aterradora realidad, México ha escalado posiciones en el Informe Mundial de la Felicidad, una publicación anual de las Naciones Unidas, basándose en encuestas a ciudadanos donde éstos evalúan su propia vida. En 2024, ocupó el lugar 25 de 143 países, siendo el país más feliz de América Latina y este año ascendió al número 10. Encabezan la lista Finlandia, Dinamarca e Islandia. Este resultado se ha denominado la paradoja latinoamericana: “Para los niveles socioeconómicos y las problemáticas sociales que tienen nuestras sociedades, uno podría esperar niveles de satisfacción con la vida más bajos de lo que las personas responden en los estudios de opinión”, afirma Roberto Castellanos, doctor en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Coscorrón a desbocados de Morena
Esta contradicción se explica por factores culturales y sociales. La cohesión familiar y las redes de apoyo emocional son pilares fundamentales en la sociedad mexicana. Hogares con cuatro o cinco miembros, especialmente aquellos con familias extendidas, reportan mayores niveles de bienestar emocional. Además, prácticas como compartir comidas en familia fortalecen los lazos sociales y contribuyen a la percepción de felicidad.
La resiliencia cultural también juega un papel crucial. En sociedades donde las instituciones pueden ser débiles, las relaciones personales y comunitarias adquieren mayor importancia. Esto se refleja en la capacidad de las personas para encontrar satisfacción en aspectos cotidianos de la vida, incluso en contextos adversos. Según el Informe Mundial de la Felicidad 2025, la confianza social y la convivencia son esenciales para la felicidad, y México destaca en estos aspectos.
Sin embargo, es importante reconocer que la percepción de felicidad no siempre refleja la realidad de todos los ciudadanos. La violencia y la inseguridad afectan de manera desigual a la población, y quienes no experimentan estos problemas directamente pueden tener una visión más optimista. Esto sugiere que la felicidad reportada puede estar influenciada por una visión limitada del entorno social y una baja cultura cívica. Ejemplos de una pobre conciencia cívica son la compra y la coacción del voto, no respetar las leyes de tránsito, la corrupción cotidiana, desde mordidas hasta tolerar y olvidar los escándalos de corrupción millonaria del Gobierno, la basura en la vía pública, una participación ciudadana limitada, la falta de respeto a normas sanitarias, nepotismo, desinterés por la rendición de cuentas, uso indebido de programas sociales.
En muchas zonas afectadas por la violencia, la ciudadanía ha desarrollado mecanismos de normalización frente a hechos graves, como extorsiones, desapariciones o enfrentamientos armados. Esta actitud puede reflejar una baja cultura cívica en términos de exigencia de justicia y protección estatal.
Aunque suene contradictorio, muchas personas pueden sentirse felices mientras evitan involucrarse con situaciones que consideran fuera de su control. Se enfocan en lo inmediato: el hogar, el trabajo, los hijos. En ese microcosmos personal, encuentran estabilidad emocional, aun en medio de una sociedad marcada por la impunidad.
La baja cultura cívica no impide que las personas se sientan felices, pero sí limita la posibilidad de construir una felicidad colectiva y sostenible.
Desde la perspectiva psicológica, parece prevalecer una sensación de indefensión aprendida (Seligman, 1975) donde la población percibe que su participación no tiene impacto, lo que refuerza el conformismo y la desconexión con el bien común. La indefensión aprendida puede manifestarse en desmotivación, para cambiar entornos negativos de pobreza, violencia y corrupción; depresión, cuando se percibe que nada de lo que se haga cambiará el resultado; falta de participación social, como no votar o no denunciar injusticias.
Cuando alguien ha vivido muchas experiencias donde sus acciones no producen resultados, aprende a rendirse, incluso si las condiciones cambian.
Valeria VillaLa paradoja mexicana
