“Entre irse y quedarse duda el día, /enamorado de su transparencia. // La tarde circular es ya bahía: / en su quieto vaivén se mece el mundo. / [...] / Latir del tiempo que en mi sien repite / la misma terca sílaba de sangre. // La luz hace del muro indiferente / un espectral teatro de reflejos. //En el centro de un ojo me descubro; / no me mira, me miro en su mirada. // Se disipa el instante. Sin moverme, / yo me quedo y me voy: soy una pausa”: Octavio Paz. El cuerpo del día es un misterio; su transcurrir, desafío en los ojos del niño que alza su papalote al cielo. La mediana edad del mediodía extiende su pausa meridiana sobre los restos discontinuos de la marcha.
Desde niño, siempre me ha inquietado el momento en que está el sol en el punto más alto de su elevación sobre el horizonte. Yo corría con mi birlocha de celofán tras los rayos de esa luz meridiana, sentía el peso refulgente de su ardor sobre mi espalda, y seguía mi trote intermediado por el reflejante destello del azul del celofán de mi pequeña chiringa triangular. Pausa: medianía del acontecer. Se detiene el tiempo y todo se transfigura en un espejo de bordes que busca el refugio de la floresta. Irradiación filtrada en membranas que dialogan con el anuncio de la tarde.
Sigo leyendo a Octavio Paz: “Entre la vida inmortal de la vida / y la muerte inmortal de la historia / hoy es cualquier día”. Se columpia la tregua: mi madre duerme la siesta, yo vislumbro la pulsación del instante y entro a los designios del hastío. Mi madre cabecea, y las figuraciones del viento se hacen cómplice del silencio. Yo dibujo la presencia: muerdo la otra cara del acaecer. El sopor ha estancado el resonar del aullido de los nombres. La irradiación se ha vuelto sombra. Mi madre despierta. “Nace de mí, de mi sombra, / amanece por mi piel, / alba de luz somnolienta”: Octavio Paz.
Se extienden los intervalos y la tarde acumula la resonancia de un espejo de agua que es reflejo del reflejo del suceder del día: una música de tonalidad desnuda baña las consonancias de los gestos entrevistos que acunan las tristezas del olvido. He aquí la presencia del crepúsculo: cántico de soles abatidos que buscan el refugio del abismo: patria de temblores, quizás la única remembranza del deseo. Mi prima me invitaba a jugar y yo, tímido y temeroso, me negaba a entrar a la humedad del rocío de sus manos. La ausencia del sol y una ceniza oculta me llevaba a la gota destilada de la inocencia.
Y llegaba la noche: “La noche de ojos de caballo que tiemblan en la noche, / la noche de ojos de agua en el campo dormido” (Octavio Paz). Los cocuyos alumbran los senderos. Mi abuela reza: el murmullo de su jaculatoria dibuja la ebriedad del ámbar. Las cenizas traslucen la gracia. La oscuridad prolonga el silencio. La sombra del pétalo se bifurca sobre el blanco de la fe. Mi madre canta un bolero frente al mercurio del instante que deja de ser instante cuando mis ojos de niño desvanecen las redes ilusorias del himno de mi madre. Somos huérfanos en la noche. “Todo lo que brilla en la noche, collares, ojos, astros, / serpentinas de fuegos de colores, / brilla en tus brazos de río que se curva” (Paz). Conversión del día que concluye con un albor parpadeante.