Al menos 40 periodistas salvadoreños han tenido que huir del país en los últimos meses, según reveló la semana pasada la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES). No escapan sólo por temor, sino porque la cárcel se ha vuelto un destino frecuente para quienes osan cuestionar el régimen de Nayib Bukele. Este fenómeno, lejos de ser aislado, refleja un patrón: el ejercicio autoritario del poder no sólo anula la crítica, también persigue y castiga al mensajero.
La prensa salvadoreña se ha convertido en blanco constante de ataques, especialmente cuando revela la incómoda verdad detrás de la supuesta pacificación del país. El régimen de excepción impuesto por Bukele, y que se ha extendido en su aplicación en 39 ocasiones por la Asamblea Nacional controlada por su partido, ha desmantelado derechos constitucionales bajo la justificación de combatir a las pandillas. Y aunque es cierto que Bukele redujo drásticamente la violencia criminal, investigaciones periodísticas han revelado negociaciones oscuras con grupos delincuenciales que ponen en duda la legitimidad de ese triunfo.
Desde El Faro, uno de los principales medios independientes del país, ha documentado extensamente estos pactos clandestinos. Por ello, siete de sus periodistas se vieron forzados al exilio, acusados falsamente de lavado de dinero. Es el mismo medio que recientemente denunció la existencia de 28 presos políticos en El Salvador, algo no visto desde la guerra civil, junto con al menos 92 perseguidos políticos. La respuesta oficial ha sido la intimidación y el silencio.

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Y no es sólo la prensa. Abogados y defensores de derechos humanos también están siendo perseguidos. Ruth López, abogada destacada por denunciar corrupción desde la organización de la sociedad civil Cristosal, fue detenida arbitrariamente acusada primero de peculado, luego de enriquecimiento ilícito, en un juicio secreto exigido por la Fiscalía controlada por Bukele.
Ruth López se declaró “presa política”; y exigió públicamente un juicio justo, revelando la arbitrariedad de un sistema judicial dominado por la voluntad sin límites del Poder Ejecutivo.
La mayoría de los salvadoreños, sin embargo, calla por miedo. Una encuesta reciente revela que seis de cada 10 ciudadanos creen que criticar al gobierno en público o en redes sociales puede llevarlos a prisión. Este temor generalizado es la base del poder autoritario que sostiene a Bukele, quien disfruta de una aprobación cercana al 85%, pese a la concentración absoluta del poder en sus manos.
Paradójicamente, aunque la mayoría reconoce la influencia del presidente sobre jueces y tribunales, la mano dura sigue siendo popular. Casi 70% está de acuerdo con que Bukele se reelija para un tercer periodo, aún cuando esto viola explícitamente la Constitución. El presidente lo sabe y no muestra preocupación alguna por su imagen internacional de dictador; al contrario, la presume como garantía de orden.
Pero esta popularidad tiene un costo enorme: la desaparición gradual de las libertades y la construcción de una sociedad amordazada por el miedo. El Salvador muestra cómo, en ausencia de contrapesos institucionales y frente al silencio o la complicidad social, la democracia puede morir lentamente, bajo la sombra de un liderazgo que, en nombre de la seguridad, devora cada resquicio de crítica y transparencia. Ese espejo debería preocuparnos, profundamente.

