De niña me dijeron “marimacha”. “Cuatro ojos”. Acaso fuera por mis lentes, (eufemismo de perro guía) o porque me trepaba a la avalancha y las muñecas no eran para mí. Con los años, pensé, los ultrajes ganarían sofisticación, pero hace poco una persona recalcó que negarme a hacer algo contra la norma era una actitud “ridícula”. Un “berrinche”. Cuánta decepción, de vuelta en la primaria. Ojalá hubiera descollado originalidad, para iluminar ángulos deleznables en mi psique.
Me gustan las palabras. Mucho me gustan. Así, aprovecho para indagar en el origen de la afrenta. Según Guido Gómez de Silva, insultar significa “hablar o tratar con desprecio, ofender, injuriar”, mientras el Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, de Joan Corominas, señala que viene del latín saltare. Literalmente denota “saltar contra alguien; atacarlo”.
Están los espontáneos. Imagínate la escena: llevas rato buscando lugar en el estacionamiento. Al fin detectas uno. Te perfilas para tomarlo y de golpe alguien te lo gana. Creciste en México, así que no gritas “¡capullo!” o “¡la concha de la lora!”. No importa si eres muy bilingüe, jamás te sale del alma “motherfucker!”. Es que el agravio forma parte del bagaje léxico más propio. Expectoras sólo en el idioma auténticamente tuyo, el propio desde los hígados. Cuando lo practicas no puedes fingir una nacionalidad. Encima, hacerlo cura el alma. No, no la cura. Pero canaliza la irritación. Por eso prefieres el ejercicio insultológico cercano, por sobre el remoto. Así conoces el terreno. Un amigo mexicano, radicado en Barcelona hace años, me cuenta que al nacer su hija regresó a este país. No toleró imaginar a la chica, una vez adolescente, gritando: “Papá, que te den por culo”. Fue rotundo en su visión a futuro: “Prefiero que me diga: ‘Papá, chinga a tu madre’”. Claro, cuando se involucran afectos se da por indispensable el matiz autóctono.

Nuevo Consejo Presidencial
En el entrecejamiento verbal han tenido amplia cancha la misoginia, el racismo, el privilegio de clase, la homofobia. No me ocupo de esa clase de ofensas, bien documentadas en el libro El arte de insultar, de Héctor Anaya. Me interesan las otras. Las de cierta jiribilla creativa. Mi amiga Guadalupe Alemán, escritora, me hizo llegar hace tiempo esta joya de maldición: “Que tragues como buey y cagues como pajarito”. Cuántas veces la hubiera aprovechado. Frente a una persona singularmente insípida, el filósofo rumano Emil Cioran subraya: “Por favor, no sea usted tan mineral”, en tanto Gertrude Stein masacra a su cofrade Ezra Pound al decir: “Sólo es un explicador de aldea. Resulta excelente si eres una aldea, pero si no lo eres, no”. Y Hércules Poirot, detective creado por Agatha Christie, apunta en la novela Asesinato en el Orient Express: “Permítame decirle que no me gusta su cara”. Envidia.
He desperdiciado la existencia. Ahora me esforzaré en denostar renacuajos con la mitad de esta elegancia. Cuánta gustosidad me espera.

