Cristosal, una de las organizaciones de derechos humanos y anticorrupción más antiguas de Centroamérica, ya no puede operar en El Salvador. Tras 25 años de defender víctimas y documentar abusos, su equipo tuvo que salir del país.
Su director ejecutivo, Noah Bullock, explicó la decisión con claridad: “tuvimos que decidir entre la cárcel o el exilio y decidimos que no servimos de nada a las víctimas estando presos”.
Fundada al inicio del siglo por obispos anglicanos como Justo Martín Barahona y Richard Bower, Cristosal surgió en el posconflicto salvadoreño para proteger a personas desplazadas, víctimas de guerra y denunciar a gobiernos corruptos. Desde entonces ha actuado en El Salvador, además de en la región, con programas que incluyen acompañamiento jurídico y psicosocial, litigio estratégico (como en la Masacre de El Mozote o casos contra la Ley de Amnistía) e investigaciones sobre detenciones arbitrarias y tortura.

Ahora sí, a transparentar concesiones
A lo largo de distintas administraciones —ya fueran presididos por los partidos de ARENA, FMLN o el movimiento de Bukele— Cristosal documentó corrupción y violaciones de derechos. Bajo el FMLN denunció el desplazamiento forzado por las pandillas; bajo ARENA, siguió impulsando casos de corrupción; bajo Bukele, fiscalizó el uso excesivo del “régimen de excepción”. Pero nunca antes había enfrentado una presión semejante. Esta vez no bastó con la criminalización desde la opinión pública: llegaron la Ley de Agentes Extranjeros, que les impuso un impuesto de 30 % a los fondos de las organizaciones, seguida de las detenciones directas, como fue el caso de la abogada anticorrupción de Cristosal: Ruth López, que hoy es una presa política del régimen.
A diferencia del exilio de periodistas —ya más de 40 según Asociación de Periodistas de El Salvador, como se recuperaba en este espacio hace varias semanas—, el caso de Cristosal implica desalojar a un actor que no sólo denuncia sino que acompaña, da voz y herramientas para permitir la defensa de cientos de víctimas que, de otra manera, serían invisibilizadas y aplastadas con aún mayor crueldad e impunidad.
El escenario es dramático: desde el inicio del estado de excepción en 2022, se han registrado más de 85 mil detenciones arbitrarias. Cristosal hizo su parte documentando, denunciando y acompañando a las víctimas de la persecución del Estado, pues bajo el discurso de seguridad el gobierno ha aprovechado para detener a activistas, periodistas, investigadores, opositores y ciudadanos incómodos en general, no sólo a pandilleros. Entre los registros de la organización hay documentadas más de 400 muertes de detenidos bajo custodia que, de otra manera, no hubieran sido conocidas.
La decisión de salir no significa rendirse. Desde Guatemala y Honduras, Cristosal seguirá trabajando, seguirá pagando impuestos en El Salvador, seguirá documentando. Pero el hecho mismo de que tenga que hacerlo desde fuera marca un antes y un después. Es la señal de que en El Salvador ya no hay garantías mínimas para el trabajo de defensa de derechos. Y que el autoritarismo avanza, sin frenos ni pudores, disfrazado de orden y eficiencia.
Cuando una organización consolidada y reconocida, con más de dos décadas de ejercicio y reconocimiento internacional, se ve obligada al exilio, se está borrando un espacio cívico vital. No sólo es el mensaje al disenso periodístico: es el apagón de quienes defienden a los que el Estado silencia. Esa es la verdadera importancia de este “efecto demostración”.

