Estoy de pie frente a La Transverberación de Santa Teresa, en la iglesia de Santa María de la Victoria, Roma. La escultura barroca de Bernini es implacable. Pega como una granada al centro del pecho. El rostro de Teresa de Jesús, la monja poeta del siglo XVI, habla de un arrobamiento completo, tanto que ni los dedos del pie se salvan. También los toca la electricidad. La mujer perdió la noción de sí, semirrecostada (¿cayendo?), mientras un ángel sostiene la flecha, causante del estrago al corazón. Cada detalle es formidable, incluso los pliegues del manto. La teatralidad de la pieza no se detiene en el discurso canónico. Lo mismo puede tratarse de un rapto divino que de un gesto de placer carnal. Misticismo y erotismo se parecen tanto que se tocan. Se traslapan.
A veces la belleza llega a los sentidos de a poco. Como un buen vino a sorbos. A veces, tanto en Teresa como en mí ahora mismo al observar, es la punta exacta que se impone, sin que la carne pueda tensarse. Resistirla.
Ayer me planté a ver La Piedad de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro, Ciudad del Vaticano. Me impresiona en su fluidez. En lo lacio del Cristo recién depuesto de la cruz. En el adoloramiento de la madre de mármol, que por nada lanza un gemido audible. Tanta perfección es casi demasiada. Ahí me entero de que al artista le encargaron la composición cuando tenía 23 años y la terminó a los 24. Cómo es posible.

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Al mismo tiempo que disfruto las piezas con vista y razón subrayo lo contradictorio de que ambas hayan sido hechas en el centro del poder eclesial. Es el mismo puño responsable de forzar por tantos siglos la visión misógina, colonialista, predadora, que ha traído daño sin cuenta a creyentes y no creyentes. No se me olvida. No me desdigo. Señalo que mientras siga de pie el sistema patriarcal que la iglesia pregona será imposible remontar la desigualdad de género, la supremacía de unos pocos sobre millones de otras y otros.
Tampoco romantizo la experiencia. Hace mucho calor, unos 35 grados. Me duelen los pies de caminar. Somos ríos de gente y la superficialidad habla en muchos idiomas. Todo eso no estorba la emoción de ver tal cantidad de belleza toda junta.
Creo que toca hacer a un lado el referente tradicional y rancio del arte sacro, para entonces escarbar en las otras posibilidades de sentido que puede arrojar. En otros cuestionamientos necesarios. Por ejemplo, cómo desaprender “todas las capas que interesadamente [se] le han ido adhiriendo” y cómo leer ahora las piezas de temática religiosa de siglos atrás, innegables en su fuerza estética. Estoy parafraseando a la poeta Olvido García Valdés sobre Teresa de Jesús, con cuya imagen arranco esta columna.
Ahí está un reto que se me antoja interesante.

