La sustancia y compuesto orgánico públicamente más oscuro consumido por él fue la cabeza de un murciélago. Se tambaleaba como un profeta expulsado invertidamente del aquelarre representado en el nombre de Black Sabbath y tuvo la sabia y agradecidamente infernal decisión de regalar un concierto final merecido por adoradores triviales y más sustantivos de El Príncipe de las Tinieblas.
No había una estatua de él en la Tabacalera ni en avenida Reforma. No se vinculó a los apetitos de representación de la comunidad para la cual es importante el poder y sus iteraciones estatuarias ni se autoengañó con insumos menos sagrados que el oscuro metal de su modo de rocanrolear en el mundo de quienes se asumen provisionalmente vivos en este plano.
Pura paranoia alcanzable con el coctel adictivo de la noche. Y de varios días. Con opciones postindustriales de sexualidad y otras vitaminas esenciales para la existencia endemoniada.

Nuevo Consejo Presidencial
Ozzy Osbourne, fallecido ayer a los 76 años, fue líder de una banda emblemática y de todas las probablemente inexpertas adolescencias adoradoras de su música y más de su esbelta figura, el característico mentón y la melena envidiable de aquellos años 70. Pionero del heavy metal, scout en el bosque de las fantasías y excesos iniciales en épocas donde se presumían existencias decentes, validadoras de represiones cotidianas. Representaba una desobediencia sin necesidad de justificación.
Rasgos de la rebeldía contemporánea no buscan belleza ni permanencia. Destrucción de vidrios o secuestro de estatuas en la provocación exitosa de las ideas mediáticas. Época de infidelidades en conciertos cuasi ñoños de un mundo pop donde el mercado tiene la decencia de permitir demandar a Coldplay. Black Sabbath y Ozzy, así como sus incursiones posteriores y solitarias, distinguieron el catártico ánimo heavy útil a la salud psicoemocional y a la exploración más químicamente tóxica y prohibitiva.
Daño al patrimonio con máscara de supuesta rebeldía y lesión de la legitimidad de una demanda, respecto de la cual la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, despliega estrategia para mitigar daños para recuperar arraigo y rentas justas, ahí la destrucción no va. Ni con Paranoid.
Al retiro de las estatuas —de los revolucionarios o villanos, según la versión convencional, conservadora o sesgada— lo llama la Presidenta Claudia Sheinbaum “un acto de intolerancia”. Ozzy es aceptación densa y plástica de lo insanamente habitable.
La kiss cam de Coldplay es cuestionada por Oasis, cuyo líder reivindica la satánica certidumbre de la libertad individual de Ozzy. La rebeldía ya no es política ni estética, es íntima y ocurre como voyeurismo digital viral. Osbourne representó la rebeldía sin algoritmos, sin hashtags, sin necesidad de justificarse. Can you help me. Occupy my brain.

