Imagina que eres brillante, estudiaste en las mejores universidades, te sabes el dato duro, la cita perfecta, el contexto histórico, pero todos los días, mientras tú investigas, los hombres escriben y firman el reportaje. Te pagan menos. Te dicen “nena” en la sala de redacción. Te miran como si fueras invisible, o peor: como si sólo fueras útil. Tú te resignas porque así es el mundo, porque un día van a reconocer tu talento y las cosas van a cambiar, porque “tú no eres como esas feministas radicales”. De todo esto se trata Good Girls Revolt (2012), el libro de Lynn Povich (adaptado para una serie de televisión que puede verse en Prime), que es un incómodo espejo de lo que muchas mujeres siguen viviendo en su vida laboral.
Desde una perspectiva psicológica, puede entenderse como disonancia cognitiva: estas mujeres —46 periodistas de la revista Newsweek en 1970— vivían una contradicción brutal. Tenían inteligencia, ambición y ganas de crecer, pero el entorno las obligaba a ser pasivas, agradables, serviciales. La tensión entre lo que deseaban y lo que se les permitía terminó siendo insoportable, provocando una ruptura con las creencias con las que habían sido educadas y una rebelión hacia afuera, social.
“No sabíamos que estábamos haciendo historia, sólo sabíamos que algo tenía que cambiar”, escribe Povich. Esa frase, en términos emocionales, es un umbral. Es el momento en el que una mujer deja de justificar, minimizar y explicar el abuso, para empezar a sentir como legítima su rabia, su tristeza y su deseo de justicia.

Reconocimiento al Ejército
Estas mujeres no eran “radicales” en el sentido en que el sistema patriarcal se imagina a las feministas: no gritaban en la calle, no quemaban brasieres, (aunque si lo hubieran hecho también estaría muy bien) eran buenas alumnas del patriarcado, pero un día se dieron cuenta de que estaban agotadas de obedecer y de ser sumisas.
El proceso de demandar a su empresa —una de las primeras demandas colectivas por discriminación de género en medios— fue también un proceso terapéutico. Hablarlo entre ellas, escucharse, validarse, nombrar lo que les dolía, dejar de pensar que estaban locas, que no “les faltaba esfuerzo”, que era el sistema el que estaba diseñado para que nunca llegaran más lejos.
Estas mujeres desobedecieron el mandato de que ser mujeres y ser complacientes son sinónimos y aunque el costo emocional fue alto, porque tenían miedo, dudas y culpa, también encontraron su poder y su seguridad en la fuerza colectiva, en la experiencia de sanar juntas, de organizarse como un bloque cohesionado y de transformar el dolor en acción.
Lynn Povich lo resume así: “Nosotras, las buenas chicas, finalmente dijimos que no. No íbamos a esperar más. No íbamos a quedarnos calladas.” Estas mujeres nombraron el abuso, reconocieron la injusticia y actuaron en consecuencia.
Muchas veces, sanar no es respirar profundo, hacer yoga y usar aceites esenciales. Muchas veces sanar es decir basta y saber que no estarás sola cuando decidas hacerlo.

