El escándalo que estalló esta semana en Tabasco debería preocuparnos.
La revelación de que Hernán Bermúdez, exsecretario de Seguridad, estaría implicado en redes delictivas con protección política de alto nivel, confirma una realidad que México arrastra desde hace décadas: la vinculación entre el crimen organizado y las más altas esferas del poder ya no es un accidente ni un caso aislado; parece una aberrante normalidad.
Durante mucho tiempo se quiso creer que la relación entre políticos y criminales era circunstancial: un alcalde vulnerable, un policía sobornado, una autoridad intimidada, un político inmoral. Pero lo que cada vez se vuelve más evidente es que no estamos ante desviaciones individuales, sino ante un fenómeno estructural.

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Tabasco no es un caso aislado. Ni es nuevo. Desde los años ochenta, con el escándalo de Mario Villanueva Madrid en Quintana Roo, acusado de facilitar rutas al Cártel de Juárez desde el gobierno estatal, hasta los años noventa, con la penetración del narco en campañas electorales locales, México ha experimentado múltiples episodios donde el poder político ha sido absorbido, capturado o subordinado al crimen. La novedad es que ahora esa colusión ocurre no sólo en los márgenes, sino en el corazón y cerebro de la estructura estatal.
Desde 2006, con la guerra contra el narco, se profundizó la militarización del país y también la infiltración criminal en los aparatos de seguridad. El ejemplo más claro: Genaro García Luna, el cerebro de la estrategia de seguridad nacional, hoy juzgado en Estados Unidos por colaborar directamente con el Cártel de Sinaloa. Su caso no sólo señala a una persona, sino a todo un sistema de poder que se construyó sobre pactos silenciosos con el crimen.
Ni siquiera el discurso regenerador de la 4T ha sido capaz de contener las lógicas de colusión que arrastran al Estado hacia el precipicio. Hoy, varios gobiernos estatales han sido señalados por dinámicas similares.
Esto es lo verdaderamente alarmante: el Estado mexicano se está fracturando frente a nuestros ojos. Pierde presencia territorial, legitimidad institucional y control operativo. Las elecciones siguen ocurriendo, pero los procesos democráticos no impiden que candidatos y partidos terminen cooptados por poderes criminales. Las instituciones de fiscalización existen, pero rara vez logran romper el velo de la impunidad. Los sistemas de justicia siguen de pie, pero su ineficacia revela su fragilidad.
A menudo se dice que el crimen organizado se infiltra en el Estado. La verdad es más cruda: en algunas zonas, el crimen ya es parte del Estado, como un cuarto poder. Participa en la toma de decisiones, regula economías locales, impone normas sociales y hasta actúa como árbitro político. Y lo más peligroso no es que esto suceda en lo oscuro, sino que está ocurriendo a plena luz del día, con la normalización de una convivencia institucional con el crimen.
Como si no fuera poco, el hedor de la putrefacción del Estado ya llegó a Estados Unidos. El expresidente Donald Trump ya puso el dedo en este renglón: ha hablado de alianzas inadmisibles entre Estado y crimen organizado, ha acusado a México de cobardía para enfrentar a los delincuentes. Un caso en el que el presidente del Senado de México —exprecandidato presidencial, exsecretario de Gobernación— tuvo como secretario de Seguridad a un presunto líder criminal cuando fue gobernador, no hace más que agravar esta percepción.
Es ahí donde las recientes reformas constitucionales impulsadas por el régimen actual encienden señales de alarma y desaliento. Una reforma electoral que elimina o reduce drásticamente el financiamiento público a los partidos, sin mecanismos creíbles de control sobre el dinero privado, es una invitación directa al financiamiento criminal. Y una situación parecida ocurre con la nueva reforma judicial: si ni siquiera el poder más alto en un Estado se libra de la corrupción, ¿cómo lo hará la elección por voto popular de jueces?
El contexto internacional no será indulgente. Estos casos fortalecen la posición de Estados Unidos frente a la negociación del TMEC y dan argumentos para amenazar con tarifas o incluso con una intervención militar en territorio mexicano contra los cárteles.
El poder político no puede guiarse sólo por la eficacia; debe también fundarse en principios y en responsabilidad. Lo que se ha querido presentar como pragmatismo es, en realidad, una peligrosa claudicación ética. Ésta es una deuda más de los gobiernos de la 4T: además de cumplir con alejar al poder político del económico, deben garantizar que el poder político esté por encima —y claramente separado— del poder del crimen.
