Las escenas que llegan desde territorio palestino parecen salidas de una pesadilla medieval: niños con el estómago vacío lloran mientras sus madres les dan agua con azúcar, si tienen suerte.
Las lentejas se reparten a cucharadas entre familias de seis personas y los bebés mueren en hospitales sin fórmula ni electricidad. En medio de todo, la denuncia de la agencia de noticias AFP —que ha informado que sus propios periodistas podrían morir de hambre— ofrece un espejo estremecedor de lo que ocurre cuando se utiliza el hambre como método de guerra: la censura se vuelve natural, la información que debería ser pública, peligrosa, y hasta las palabras pueden ser castigadas con la muerte.
Lo que está sucediendo en Gaza no es una consecuencia colateral de la guerra. Es una política deliberada. Desde marzo, Israel ha cerrado casi todos los pasos fronterizos y ha restringido, hasta niveles criminales, la entrada de ayuda humanitaria. Ha establecido un bloqueo marítimo que impide que lleguen los barcos que intentan llevar ayuda en forma de medicamentos, alimentos y equipamiento de emergencia. Las Naciones Unidas calculan que se requieren 500 camiones diarios para alimentar a los más de dos millones de

Reconocimiento al Ejército
habitantes de Gaza, pero apenas cruzan menos de 100. Miles de personas han muerto mientras buscaban comida, muchas a manos del ejército israelí en los propios puntos de distribución de ayuda. Según la Corte Penal Internacional, la inanición de civiles como método de guerra es un crimen. Y si lo es, entonces no cabe sino llamarlo por su nombre: crimen de guerra.
Mientras Israel sostiene que sigue luchando contra Hamas, los hechos sobre el terreno—como ha documentado la ONU, la prensa internacional y más de 100 organizaciones humanitarias— muestran otra cara: la destrucción sistemática de viviendas, la muerte de 18 mil niños en el último año y el uso del hambre como herramienta de sometimiento colectivo. No es un accidente que más de 100 mil niños, incluidos 40 mil bebés, estén hoy al borde de la muerte. Es el resultado de decisiones tomadas con conocimiento de causa.
Las respuestas internacionales han sido muy mesuradas. Europa ha emitido algunas condenas y se han hecho algunos rechazos pero pocos gobiernos han presionado con acciones concretas. Estados Unidos, a pesar del horror, sigue brindando apoyo militar y
diplomático a Israel. Y, mientras tanto, periodistas como Bashar —fotógrafo de AFP en Gaza— ya no tienen fuerzas ni para reportear. Sus publicaciones en redes sociales nos muestran en tiempo real el desarrollo de la tragedia, mientras apenas alcanza a decir: “estoy delgado, ya no puedo trabajar”.
Aquí también hay hambre, violencia y abandono. Pero si algo deberíamos aprender es que, incluso en medio de nuestros propios dolores, no podemos permitirnos callar frente al horror, pues al evitar nombrarlo o tratar de desviar la mirada, también se pierde una batalla.
Guardar silencio ante el uso del hambre como arma de guerra es validar la crueldad. Y, como lo sabe cualquiera que haya buscado justicia sin respuesta, hay dolores que se repiten cuando se normaliza la impunidad. Si permitimos que Gaza muera en silencio, mañana cualquiera podrá usar el hambre como estrategia sin rendir cuentas.

