Como resultó público y notorio, hace unos días la opositora alcaldesa de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega, retiró de una plaza pública un par de esculturas —bastante feas, por cierto— de Fidel Castro y Ernesto El Che Guevara. Como era de esperarse, el oficialismo y su corifeo reaccionaron criticando la medida y desgarrándose las vestiduras.
El acto tiene varias implicaciones y aristas de análisis. En primer lugar, remover o destruir una estatua, placa o cualquier elemento conmemorativo que haga alusión a un personaje o pasaje de la historia podría considerarse estéril. Eso no cambia los hechos, por más que se trate de argumentar que tiene el propósito de revisar “la Historia” a la luz de posteriores valores políticos y sociales, con el propósito de que las siguientes generaciones no repitan el error de reconocer a determinado personaje o proceso histórico caído en desgracia.
Para la izquierda latinoamericana de las últimas décadas, hay dos grandes hitos fundacionales: la elección de Salvador Allende en Chile (así como el golpe de Estado que dio fin a su vida y gobierno) y la Revolución cubana; ambos, referentes de lo que serían distintos movimientos. El primero, de la rama reformista e institucional, que apostó por el cambio a través de elecciones. El segundo, de la rama rupturista, que ve la ruta revolucionaria como única vía de transformación social. En la actualidad, para cierta izquierda latinoamericana es indispensable mantener el romanticismo de la Revolución cubana y ubicar a Castro y Guevara como los más nobles héroes. Los gobiernos del obradorato en México caen en este tenor.

Ocurrencia mediática
Concedamos que hubo un cierto consenso favorable en la primerísima etapa del movimiento, hacia 1959, cuando la revolución buscaba revertir los gravísimos excesos de la dictadura de Fulgencio Batista. Lo que los idólatras de Castro y seguidores no quieren reconocer es la dictadura decadente en la que muy pronto convirtieron a Cuba, un régimen que aplastaba y sigue aplastando la pluralidad y las libertades, como quedó plenamente evidenciado desde el lamentable Caso Padilla, todo un cisma para la intelectualidad que generalizadamente, hasta entonces, veía con simpatía al régimen. El incidente provocó una división entre quienes denunciaron las atrocidades de lo que seguiría como una cadena de horrores, y quienes cómoda y obsequiosamente respaldaron de manera irreflexiva —y lo siguen haciendo— a la dictadura cubana.
Hay quienes dicen que toda revolución necesariamente acarrea hechos violentos y muertes, lo que lleva a relativizar los arteros asesinatos de los que fueron responsables Castro y Guevara. Incluso, en algo que resulta francamente aberrante, algunas personas o colectivos de la diversidad sexual siguen apoyando a esos “próceres” y a ese régimen. O no se han enterado, o se resisten a reconocer que, para Castro y Guevara, los homosexuales eran “lacras sociales”, “pervertidos” que distaban absolutamente del “hombre nuevo revolucionario” y que fueron denunciados y llevados a campos de trabajos forzados, a ver si así se lograba la “conversión revolucionaria”. Guevara es, en este aspecto, un referente histórico de las vejaciones contra homosexuales en la historia de América Latina.
Que cada quien juzgue si lo realizado por Rojo de la Vega fue correcto. Queda claro que fue una acuciosa e incómoda provocación, fijando una agenda de discusión capitalina y nacional y propinando a los amantes de la dictadura cubana una buena moraleja histórica.
