El presidente Donald Trump ha vuelto a marcar agenda. Esta vez no con un muro ni con aranceles, sino con un ambicioso plan de Inteligencia Artificial que anuncia que devolverá a Estados Unidos el liderazgo absoluto en la era digital. El llamado AI Action Plan, anunciado este mes, no es una mera iniciativa técnica. Es una declaración ideológica, un programa económico y una estrategia geopolítica envueltos en un discurso de supremacía tecnológica. Pero también representa, en muchos sentidos, un experimento de altísimo riesgo.
El plan contempla más de 90 acciones federales. Desde la expansión masiva de centros de datos hasta la eliminación de regulaciones consideradas “excesivas”, pasando por incentivos fiscales para fabricantes de chips, la suspensión de regulaciones medioambientales y la prohibición de que los sistemas de IA financiados por el Gobierno incorporen valores de diversidad o equidad. Trump no se limita a promover el desarrollo de la IA; busca desmantelar la visión “progresista” que, según él, la ha contaminado. En su lugar, instala una narrativa nacionalista y desreguladora, inspirada más en Silicon Valley como bastión económico que en la ética de la IA como campo emergente del derecho y la filosofía política.
Los defensores del plan lo celebran como una bocanada de oxígeno para la industria tecnológica. Argumentan que acelerará la innovación, aumentará la competitividad y facilitará el acceso a infraestructura crítica. Sin embargo, la velocidad no es garantía de dirección. Bajo la lógica trumpista, la IA debe avanzar sin trabas, incluso si eso implica eliminar supervisión, minimizar riesgos sociales o desoír advertencias científicas sobre los posibles daños colaterales del despliegue algorítmico desregulado.

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La decisión de revocar la orden ejecutiva 14110 de Joe Biden —que imponía lineamientos básicos de seguridad, transparencia y protección de derechos— marca un parteaguas. Biden había apostado por una política de contención responsable, que exigía evaluaciones de impacto, mecanismos de explicabilidad y lineamientos para evitar sesgos o usos indebidos en áreas sensibles, como la justicia penal, el empleo o la salud. Trump, en cambio, desmantela esa arquitectura para permitir una expansión acelerada, dejando la regulación para después.
La nueva faceta de la confrontación global —en especial con China— sin duda impulsará un desarrollo acelerado de la IA. No obstante, conviene recordar que en esta materia no existen espacios de gobernanza global como los que regulan el uso de la energía nuclear o la regulación del espacio exterior, por poner dos ejemplos. No se trata de frenar el desarrollo tecnológico, sino de reconocer que su poder exige responsabilidad. En un mundo donde los algoritmos pueden ser determinantes para el acceso equitativo a bienes públicos y privados —o, por el contrario, generar condiciones de discriminación inéditas por motivos de raza, estatus migratorio o nivel económico— dejar que la lógica empresarial lo controle todo resulta, cuando menos, temerario.
Es indispensable generar contrapesos globales capaces de incidir tanto en Estados Unidos como en China, para evitar que el avance tecnológico que tanto podría contribuir al progreso global se convierta en una herramienta de dominación que genere mayores inequidades entre los países altamente desarrollados y el resto de la comunidad internacional.

