Por desgracia, la paz y no la guerra es la excepción en la historia humana. Si uno mira hacia atrás se dará cuenta de que, en la vida cotidiana de los seres humanos, la experiencia de la guerra ha estado presente en casi todas las generaciones. Son los hombres, principalmente, los que dejan sus casas, sus familias, sus trabajos para ponerse un uniforme, empuñar un arma y salir al campo de batalla a enfrentarse a otros hombres desconocidos en una lucha a muerte. La experiencia de la guerra ha sido una constante en la forma de vida masculina desde los orígenes de los tiempos.
En el siglo XIX mexicano, en el que padecimos dos sangrientas invasiones extranjeras, mis antepasados tuvieron que enfrentar un dilema: unirse al ejército para pelear en una batalla casi siempre desigual en contra de los ejércitos invasores o no hacerlo, quedándose en casa o incluso escondiéndose para no ser enrolados por el ejército mexicano. En el siglo XX, mis antepasados enfrentaron un dilema semejante durante el periodo revolucionario, cuando diversos ejércitos, conformados por decenas de miles de hombres, lucharon en una guerra fratricida. Yo, que nací en 1962, no he tenido que tomar una decisión de ese tipo. Pude haberme alistado en el ejército, es verdad, pude haber entrado a la guerrilla o incluso formar parte de un grupo armado del crimen organizado, pero esas opciones jamás se me presentaron como un dilema. México no ha participado en una guerra en contra de ningún otro país desde la Segunda Guerra Mundial y tampoco ha tenido una revolución de dimensión nacional como lo fue la Revolución mexicana. Por lo mismo, nunca en mi vida he tenido que plantearme la opción de tomar las armas en un conflicto bélico en el que deba estar dispuesto a matar o a que sean otros los que me maten.
He tenido mucha suerte; varias generaciones de mexicanos la hemos tenido. La comparación con lo que sucede en otros países del mundo, en los que la guerra ha destrozado vidas y bienes, genera un enorme alivio. Sin embargo, hay una pregunta que, a estas alturas de mi vida, no puedo dejar de plantearme: si yo hubiera sido un soldado, ¿qué tipo de soldado hubiera sido? A lo largo de la historia los hombres se han probado en el campo de batalla. Ahí descubren si son valientes o cobardes, arrojados o sensatos, solidarios o egoístas, rebeldes o dóciles. Todas esas virtudes o vicios se pueden descubrir en la vida pacífica, por supuesto, pero en la vida militar se destacan de otra manera. El hombre que es valiente en su oficio puede no serlo cuando está dentro de una trinchera. El hombre que es egoísta con sus compañeros de trabajo puede revelarse como generoso en su regimiento. El hombre que ha tenido un perfil bajo en la vida civil puede descubrirse como un capitán carismático durante la guerra. Se podría decir, por lo mismo, que hay una parte de uno mismo, de la vida de un hombre, que no se conoce hasta que la vida no le pone a uno la prueba requerida. Por eso mismo, la pregunta aparentemente ociosa de qué tipo de soldado hubiera sido, a veces me ronda la cabeza.

Cónclave para el regalo de Alito
En mi infancia leí muchas historias de guerras en la que se narraba el heroísmo de hombres, de jóvenes e incluso de niños en el campo de batalla. La crónica de Narciso Mendoza, mejor conocido como “el niño artillero”, me cautivaba. ¿Y qué decir de la de los niños héroes de Chapultepec? En mi imaginación infantil yo me veía como un niño o un joven que luchaba sin miedo contra los invasores y daba su vida por la patria. Cuando empecé a estudiar filosofía, borré esas fantasías bélicas de mi mente; sin embargo, muy dentro de mí, quedó la interrogante de cómo respondería en el caso de una guerra. Mi respuesta inmediata es que yo no empuñaría el fusil, que jamás jalaría un gatillo. Eso es lo que ahora creo que haría. No obstante, un murmullo interior me hace pensar que, llegado ese momento, mi vida podría tomar un derrotero distinto. ¡Dios quiera que eso nunca suceda!

